Serie Los Juegos del Hambre 1 - Los Juegos del Hambre

Suzanne Collins

Fragmento

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1

 

 

 

Cuando me despierto, el otro lado de la cama está frío. Estiro los dedos buscando el calor de Prim, pero no encuentro más que la basta funda de lona del colchón. Seguro que ha tenido pesadillas y se ha metido en la cama de nuestra madre; claro que sí, porque es el día de la cosecha.

Me apoyo en un codo y me levanto un poco; en el dormitorio entra algo de luz, así que puedo verlas. Mi hermana pequeña, Prim, acurrucada a su lado, protegida por el cuerpo de mi madre, las dos con las mejillas pegadas. Mi madre parece más joven cuando duerme; agotada, aunque no tan machacada. La cara de Prim es tan fresca como una gota de agua, tan encantadora como la prímula que le da nombre. Mi madre también fue muy guapa hace tiempo, o eso me han dicho.

Sentado sobre las rodillas de Prim, para protegerla, está el gato más feo del mundo: hocico aplastado, media oreja arrancada y ojos del color de un calabacín podrido. Prim le puso Buttercup porque, según ella, su pelaje amarillo embarrado tenía el mismo tono de aquella flor, el ranúnculo. El gato me odia o, al menos, no confía en mí. Aunque han pasado ya algunos años, creo que todavía recuerda que intenté ahogarlo en un cubo cuando Prim lo trajo a casa; era un gatito escuálido, con la tripa hinchada por las lombrices y lleno de pulgas. Lo último que yo necesitaba era otra boca que alimentar, pero mi hermana me suplicó mucho, e incluso lloró para que le dejase quedárselo. Al final la cosa salió bien: mi madre le libró de los parásitos, y ahora es un cazador de ratones nato; a veces, hasta caza alguna rata. Como de vez en cuando le echo las entrañas de las presas, ha dejado de bufarme.

Entrañas y nada de bufidos: no habrá más cariño que ese entre nosotros.

Me bajo de la cama y me pongo las botas de cazar; la piel fina y suave se ha adaptado a mis pies. Me pongo también los pantalones y una camisa, meto mi larga trenza oscura en una gorra y tomo la bolsa que utilizo para guardar todo lo que recojo. En la mesa, bajo un cuenco de madera que sirve para protegerlo de ratas y gatos hambrientos, encuentro un perfecto quesito de cabra envuelto en hojas de albahaca. Es un regalo de Prim para el día de la cosecha; cuando salgo me lo meto con cuidado en el bolsillo.

Nuestra parte del Distrito 12, a la que solemos llamar la Veta, está siempre llena a estas horas de mineros del carbón que se dirigen al turno de mañana. Hombres y mujeres de hombros caídos y nudillos hinchados, muchos de los cuales ya ni siquiera intentan limpiarse el polvo de carbón de las uñas rotas y las arrugas de sus rostros hundidos. Sin embargo, hoy las calles manchadas de carboncillo están vacías y las contraventanas de las achaparradas casas grises permanecen cerradas. La cosecha no empieza hasta las dos, así que todos prefieren dormir hasta entonces... si pueden.

Nuestra casa está casi al final de la Veta, solo tengo que dejar atrás unas cuantas puertas para llegar al campo desastrado al que llaman la Pradera. Lo que separa la Pradera de los bosques y, de hecho, lo que rodea todo el Distrito 12, es una alta alambrada metálica rematada con bucles de alambre de espino. En teoría, se supone que está electrificada las veinticuatro horas para disuadir a los depredadores que viven en los bosques y antes recorrían nuestras calles (jaurías de perros salvajes, pumas solitarios y osos). En realidad, como, con suerte, solo tenemos dos o tres horas de electricidad por la noche, no suele ser peligroso tocarla. Aun así, siempre me tomo un instante para escuchar con atención, por si oigo el zumbido que indica que la valla está cargada. En este momento está tan silenciosa como una piedra. Me escondo detrás de un grupo de arbustos, me tumbo boca abajo y me arrastro por debajo de la tira de sesenta centímetros que lleva suelta varios años. La alambrada tiene otros puntos débiles, pero este está tan cerca de casa que casi siempre entro en el bosque por aquí.

En cuanto estoy entre los árboles, recupero un arco y un carcaj de flechas que tenía escondidos en un tronco hueco. Esté o no electrificada, la alambrada ha conseguido mantener a los devoradores de hombres fuera del Distrito 12. Dentro de los bosques, los animales deambulan a sus anchas y existen otros peligros, como las serpientes venenosas, los animales rabiosos y la falta de senderos que seguir. Pero también hay comida, si sabes cómo encontrarla. Mi padre lo sabía y me había enseñado unas cuantas cosas antes de volar en pedazos en la explosión de una mina. No quedó nada de él que pudiéramos enterrar. Yo tenía once años; cinco años después, muchas noches me sigo despertando gritándole que corra.

Aunque entrar en los bosques es ilegal y la caza furtiva tiene el peor de los castigos, habría más gente que se arriesgaría si tuviera armas. El problema es que hay pocos lo bastante valientes para aventurarse armados con un cuchillo. Mi arco es una rareza que fabricó mi padre, junto con otros similares que guardo bien escondidos en el bosque, envueltos con cuidado en fundas impermeables. Mi padre podría haber ganado bastante dinero vendiéndolos, pero, de haberlo descubierto los funcionarios del Gobierno, lo habrían ejecutado en público por incitar a la rebelión. Casi todos los agentes de la paz hacen la vista gorda con los pocos que cazamos, ya que están tan necesitados de carne fresca como los demás. De hecho, están entre nuestros mejores clientes. Sin embargo, nunca permitirían que alguien armase a la Veta.

En otoño, unas cuantas almas valientes se internan en los bosques para recoger manzanas, aunque sin perder de vista la Pradera, siempre lo bastante cerca para volver corriendo a la seguridad del Distrito 12 si surgen problemas.

—El Distrito 12, donde puedes morirte de hambre sin poner en peligro tu seguridad —murmuro; después miro a mi alrededor rápidamente porque, incluso aquí, en medio de ninguna parte, me preocupa que alguien me escuche.

Cuando era más joven, mataba a mi madre del susto con las cosas que decía sobre el Distrito 12 y la gente que gobierna nuestro país, Panem, desde esa lejana ciudad llamada el Capitolio. Al final comprendí que aquello solo podía causarnos más problemas, así que aprendí a morderme la lengua y ponerme una máscara de indiferencia para que nadie pudiese averiguar lo que estaba pensando. Trabajo en silencio en clase; hago comentarios educados y superficiales en el mercado público; y me limito a las conversaciones comerciales en el Quemador, que es el mercado negro donde gano casi todo mi dinero. Incluso en casa, donde soy menos simpática, evito entrar en temas espinosos, como la cosecha, los racionamientos de comida o los Juegos del Hambre. Quizá a Prim se le ocurriera repetir mis palabras y ¿qué sería de nosotras entonces?

En los bosques me espera la única persona con la que puedo ser yo misma: Gale. Noto que se me relajan los músculos de la cara, que se me acelera el paso mientras subo por las colinas hasta nuestro lugar de encuentro, un saliente rocoso con vistas al valle. Un matorral de arbustos de bayas lo protege de ojos curiosos. Verlo allí, esperándome, me hace sonreír; nunca sonrío, salvo en los bosques.

—Hola, Catnip —me saluda Gale.

En realidad me llamo Katniss, como la flor acuática a la que llaman saeta, pero, cuando se lo dije por primera vez, mi voz no era más que un susurro, así que creyó que le decía Catnip, la menta de gato. Después, cuando un lince loco empezó a seguirme por los bosques en busca de sobras, se convirtió en mi nombre oficial. Al final tuve que matar al lince porque asustaba a las presas, aunque era tan buena compañía que casi me dio pena. Por otro lado, me pagaron bien por su piel.

—Mira lo que he cazado.

Gale sostiene en alto una hogaza de pan con una flecha clavada en el centro, y yo me río. Es pan de verdad, de panadería, y no las barras planas y densas que hacemos con nuestras raciones de cereales. Lo cojo, saco la flecha y me llevo el agujero de la corteza a la nariz para aspirar una fragancia que me hace la boca agua. El pan bueno como este es para ocasiones especiales.

—Ummm, todavía está caliente —digo. Debe de haber ido a la panadería al despuntar el alba para cambiarlo por otra cosa—. ¿Qué te ha costado?

—Solo una ardilla. Creo que el anciano estaba un poco sentimental esta mañana. Hasta me deseó buena suerte.

—Bueno, todos nos sentimos un poco más unidos hoy, ¿no? —comento, sin molestarme en poner los ojos en blanco—. Prim nos ha dejado un queso —digo, sacándolo.

—Gracias, Prim —exclama Gale, alegrándose con el regalo—. Nos daremos un verdadero festín. —De repente, se pone a imitar el acento del Capitolio y los ademanes de Effie Trinket, la mujer optimista hasta la demencia que viene una vez al año para leer los nombres de la cosecha—. ¡Casi se me olvida! ¡Felices Juegos del Hambre! —Recoge unas cuantas moras de los arbustos que nos rodean—. Y que la suerte... —empieza, lanzándome una mora. La cojo con la boca y rompo la delicada piel con los dientes; la dulce acidez del fruto me estalla en la lengua.

—¡... esté siempre, siempre de vuestra parte! —concluyo, con el mismo brío.

Tenemos que bromear sobre el tema, porque la alternativa es morirse de miedo. Además, el acento del Capitolio es tan afectado que casi todo suena gracioso con él.

Observo a Gale sacar el cuchillo y cortar el pan; podría ser mi hermano: pelo negro liso, piel aceitunada, incluso tenemos los mismos ojos grises. Pero no somos familia, al menos, no cercana. Casi todos los que trabajan en las minas tienen un aspecto similar, como nosotros.

Por eso mi madre y Prim, con su cabello rubio y sus ojos azules, siempre parecen fuera de lugar; porque lo están. Mis abuelos maternos formaban parte de la pequeña clase de comerciantes que sirve a los funcionarios, los agentes de la paz y algún que otro cliente de la Veta. Tenían una botica en la parte más elegante del Distrito 12; como casi nadie puede permitirse pagar un médico, los boticarios son nuestros sanadores. Mi padre conoció a mi madre gracias a que, cuando iba de caza, a veces recogía hierbas medicinales y se las vendía a la botica para que fabricaran sus remedios. Mi madre tuvo que enamorarse de verdad para abandonar su hogar y meterse en la Veta. Es lo que intento recordar cuando solo veo en ella a una mujer que se quedó sentada, vacía e inaccesible mientras sus hijas se convertían en piel y huesos. Intento perdonarla por mi padre, pero, para ser sincera, no soy de las que perdonan.

Gale unta el suave queso de cabra en las rebanadas de pan y coloca con cuidado una hoja de albahaca en cada una, mientras yo recojo bayas de los arbustos. Nos acomodamos en un rincón de las rocas en el que nadie puede vernos, aunque tenemos una vista muy clara del valle, que está rebosante de vida estival: verduras por recoger, raíces por escarbar y peces irisados a la luz del sol. El día tiene un aspecto glorioso, de cielo azul y brisa fresca; la comida es estupenda, el pan caliente absorbe el queso y las bayas nos estallan en la boca. Todo sería perfecto si realmente fuese un día de fiesta, si este día libre consistiese en vagar por las montañas con Gale para cazar la cena de esta noche. Sin embargo, tendremos que estar en la plaza a las dos en punto para el sorteo de los nombres.

—¿Sabes qué? Podríamos hacerlo —dijo Gale en voz baja.

—¿El qué?

—Dejar el distrito, huir y vivir en el bosque. Tú y yo podríamos hacerlo. —No sé cómo responder, la idea es demasiado absurda—. Si no tuviésemos tantos niños —añadió él rápidamente.

No son nuestros niños, claro, pero para el caso es lo mismo. Los dos hermanos pequeños de Gale y su hermana, y Prim. Nuestras madres también podrían entrar en el lote, porque ¿cómo iban a sobrevivir sin nosotros? ¿Quién alimentaría esas bocas que siempre piden más? Aunque los dos cazamos todos los días, alguna vez tenemos que cambiar las presas por manteca de cerdo, cordones de zapatos o lana, así que hay noches en las que nos vamos a la cama con los estómagos vacíos.

—No quiero tener hijos —digo.

—Puede que yo sí, si no viviese aquí.

—Pero vives aquí —le recuerdo, irritada.

—Olvídalo.

La conversación no va bien. ¿Irnos? ¿Cómo iba a dejar a Prim, que es la única persona en el mundo a la que estoy segura de querer? Y Gale está completamente dedicado a su familia. Si no podemos irnos, ¿por qué molestarnos en hablar de eso? Y, aunque lo hiciéramos..., aunque lo hiciéramos..., ¿de dónde ha salido lo de tener hijos? Entre Gale y yo nunca ha habido nada romántico. Cuando nos conocimos, yo era una niña flacucha de doce años y, aunque él solo era dos años mayor, ya parecía un hombre. Nos llevó mucho tiempo hacernos amigos, dejar de regatear en cada intercambio y empezar a ayudarnos mutuamente.

Además, si quiere hijos, Gale no tendrá problemas para encontrar esposa: es guapo, lo bastante fuerte como para trabajar en las minas y capaz de cazar. Por la forma en que las chicas susurran cuando pasa a su lado en el colegio, está claro que lo desean. Me pongo celosa, pero no por lo que la gente pensaría, sino porque no es fácil encontrar buenos compañeros de caza.

—¿Qué quieres hacer? —le pregunto, ya que podemos cazar, pescar o recolectar.

—Vamos a pescar en el lago. Así dejamos las cañas puestas mientras recolectamos en el bosque. Cogeremos algo bueno para la cena.

La cena. Después de la cosecha, se supone que todos tienen que celebrarlo, y mucha gente lo hace, aliviada al saber que sus hijos se han salvado un año más. Sin embargo, al menos dos familias cerrarán las contraventanas y las puertas, e intentarán averiguar cómo sobrevivir a las dolorosas semanas que se avecinan.

Nos va bien; los depredadores no nos hacen caso, porque hoy hay presas más fáciles y sabrosas. A última hora de la mañana tenemos una docena de peces, una bolsa de verduras y, lo mejor de todo, un buen montón de fresas. Descubrí el fresal hace unos años y a Gale se le ocurrió la idea de rodearlo de redes para evitar que se acercasen los animales.

De camino a casa pasamos por el Quemador, el mercado negro que funciona en un almacén abandonado en el que antes se guardaba carbón. Cuando descubrieron un sistema más eficaz que transportaba el carbón directamente de las minas a los trenes, el Quemador fue quedándose con el espacio. Casi todos los negocios están cerrados a estas horas en un día de cosecha, aunque el mercado negro sigue bastante concurrido. Cambiamos fácilmente seis de los peces por pan bueno y los otros dos por sal. Sae la Grasienta, la anciana huesuda que vende cuencos de sopa caliente preparada en un enorme hervidor, nos compra la mitad de las verduras a cambio de un par de trozos de parafina. Puede que nos hubiese ido mejor en otro sitio, pero nos esforzamos por mantener una buena relación con Sae, ya que es la única que siempre está dispuesta a comprar carne de perro salvaje. A pesar de que no los cazamos a propósito, si nos atacan y matamos un par, bueno, la carne es la carne. «Una vez dentro de la sopa, puedo decir que es ternera», dice Sae la Grasienta, guiñando un ojo. En la Veta, nadie le haría ascos a una buena pata de perro salvaje, pero los agentes de la paz que van al Quemador pueden permitirse ser un poquito más exigentes.

Una vez terminados nuestros negocios en el mercado, vamos a la puerta de atrás de la casa del alcalde para vender la mitad de las fresas, porque sabemos que le gustan especialmente y puede permitirse el precio. La hija del alcalde, Madge, nos abre la puerta; está en mi clase del colegio. Podría pensarse que, por ser la hija del alcalde, es una esnob, pero no, solo es reservada, igual que yo. Como ninguna de las dos tiene un grupo de amigos, parece que casi siempre acabamos juntas en clase. Durante la comida, en las reuniones, cuando se hacen grupos para las actividades deportivas... Apenas hablamos, lo que nos va bien a las dos.

Hoy ha cambiado su soso uniforme del colegio por un caro vestido blanco, y lleva el pelo rubio recogido con un lazo rosa; la ropa de la cosecha.

—Bonito vestido —dice Gale.

Madge lo mira fijamente, mientras intenta averiguar si se trata de un cumplido de verdad o de una ironía. En realidad, el vestido es bonito, aunque nunca lo habría llevado un día normal. Aprieta los labios y sonríe.

—Bueno, tengo que estar guapa por si acabo en el Capitolio, ¿no?

Ahora es Gale el que está desconcertado: ¿lo dice en serio o está tomándole el pelo? Yo creo que es lo segundo.

—Tú no irás al Capitolio —responde Gale con frialdad. Sus ojos se posan en el pequeño adorno circular que lleva en el vestido; es de oro puro, de bella factura; serviría para dar de comer a una familia entera durante varios meses—. ¿Cuántas inscripciones puedes tener? ¿Cinco? Yo ya tenía seis con solo doce años.

—No es culpa suya —intervengo.

—No, no es culpa de nadie. Las cosas son como son —apostilla Gale.

—Buena suerte, Katniss —dice Madge, con rostro inexpresivo, poniéndome el dinero de las fresas en la mano.

—Lo mismo digo —respondo, y se cierra la puerta.

Caminamos en silencio hacia la Veta. No me gusta que Gale la haya tomado con Madge, pero tiene razón, por supuesto: el sistema de la cosecha es injusto y los pobres se llevan la peor parte. Te conviertes en elegible para la cosecha cuando cumples los doce años; ese año, tu nombre entra una vez en el sorteo. A los trece, dos veces; y así hasta que llegas a los dieciocho, el último año de elegibilidad, y tu nombre entra en la urna siete veces. El sistema incluye a todos los ciudadanos de los doce distritos de Panem.

Sin embargo, hay gato encerrado. Digamos que eres pobre y te estás muriendo de hambre, como nos pasaba a nosotras. Tienes la posibilidad de añadir tu nombre más veces a cambio de teselas; cada tesela vale por un exiguo suministro anual de cereales y aceite para una persona. También puedes hacer ese intercambio por cada miembro de tu familia, motivo por el que, cuando yo tenía doce años, mi nombre entró cuatro veces en el sorteo. Una porque era lo mínimo, y tres veces más por las teselas para conseguir cereales y aceite para Prim, mi madre y yo. De hecho, he tenido que hacer lo mismo todos los años, y las inscripciones en el sorteo son acumulativas. Por eso, ahora, a los dieciséis años, mi nombre entrará veinte veces en el sorteo de la cosecha. Gale, que tiene dieciocho y lleva siete años ayudando o alimentando él solo a una familia de cinco, tendrá cuarenta y dos papeletas.

No cuesta entender por qué se enciende con Madge, que nunca ha corrido el peligro de necesitar una tesela. Las probabilidades de que el nombre de la chica salga elegido son muy reducidas si se comparan con las de los que vivimos en la Veta. No es imposible, pero sí poco probable y, aunque las reglas las estableció el Capitolio y no los distritos ni, sin duda, la familia de Madge, es difícil no sentir resentimiento hacia los que no tienen que pedir teselas.

Gale es consciente de que su rabia no debería ir contra Madge. Algunas veces, cuando estamos en lo más profundo del bosque, lo he oído despotricar contra las teselas, diciendo que no son más que otro instrumento para fomentar la miseria en nuestro distrito, una forma de sembrar el odio entre los trabajadores hambrientos de la Veta y los que no suelen tener problemas de comida, y, así, asegurarse de que nunca confiemos los unos en los otros. «Al Capitolio le viene bien que estemos divididos», me diría, si no hubiese nadie más que yo escuchándolo, si no fuese día de cosecha, si una chica con un alfiler de oro y sin teselas no hubiese hecho lo que seguramente ella consideraba un comentario inofensivo.

Mientras caminamos, lo miro a la cara, todavía ardiendo debajo de su expresión glacial; su ira me parece inútil, aunque no se lo digo. No es que no esté de acuerdo con él, porque lo estoy, pero ¿de qué sirve despotricar contra el Capitolio en medio del bosque? No cambia nada, no hace que la situación sea más justa y no nos llena el estómago. De hecho, asusta a las posibles presas. Sin embargo, lo dejo gritar; mejor hacerlo en el bosque que en el distrito.

Gale y yo nos dividimos el botín, lo que nos deja con dos peces, un par de hogazas de buen pan, verduras, un puñado de fresas, sal, parafina y algo de dinero para cada uno.

—Nos vemos en la plaza —le digo.

—Ponte algo bonito —me responde, sin humor.

En casa, encuentro a mi madre y a mi hermana preparadas para salir. Mi madre lleva un vestido elegante de sus días de boticaria y Prim viste mi primer traje de cosecha: una falda y una blusa con volantes. A ella le queda un poco grande, pero mi madre se lo ha sujetado con alfileres; aun así, la blusa se le sale de la falda por la parte de atrás.

Me espera una bañera llena de agua caliente. Me restriego para quitarme la tierra y el sudor de los bosques, e incluso me lavo el pelo. Veo, sorprendida, que mi madre me ha sacado uno de sus encantadores vestidos, una suave cosita azul con zapatos a juego.

—¿Estás segura? —le pregunto, porque intento evitar seguir rechazando su ayuda.

Antes estaba tan enfadada con ella que no le dejaba hacer nada por mí. Sin embargo, se trata de algo especial, porque le da mucho valor a la ropa de su pasado.

—Claro que sí, y también me gustaría recogerte el pelo —me responde. Le dejo secármelo, trenzarlo y colocármelo sobre la cabeza. Apenas me reconozco en el espejo agrietado que tenemos apoyado en la pared.

—Estás muy guapa —dice Prim, en un susurro.

—Y no me parezco en nada a mí —respondo.

La abrazo, porque sé que las horas que nos esperan serán terribles para ella. Es su primera cosecha, aunque está lo más segura posible, ya que su nombre solo ha entrado una vez en la urna; no le he dejado pedir ninguna tesela. Sin embargo, está preocupada por mí, le preocupa que ocurra lo inimaginable.

Protejo a Prim de todas las formas que me es posible, pero nada puedo hacer contra la cosecha. La angustia que noto en el pecho siempre que mi hermana sufre amenaza con asomar a la superficie. Me doy cuenta de que se le ha salido de nuevo la blusa por detrás y me obligo a mantener la calma.

—Arréglate la cola, patito —le digo, poniéndole de nuevo la blusa en su sitio.

—Cuac —responde Prim, soltando una risita.

—Eso lo serás tú —añado, riéndome también; ella es la única que puede hacerme reír así—. Vamos, a comer —digo, dándole un besito rápido en la cabeza.

Decidimos dejar para la comida el pescado y las verduras, que ya se están cocinando en un estofado, y guardamos las fresas y el pan para la noche, diciéndonos que así será algo especial; de modo que bebemos la leche de la cabra de Prim, Lady, y nos comemos el pan basto que hacemos con el cereal de la tesela, aunque, de todos modos, nadie tiene mucho apetito.

A la una en punto nos dirigimos a la plaza. La asistencia es obligatoria, a no ser que estés a las puertas de la muerte. Esta noche los funcionarios recorrerán las casas para comprobarlo. Si alguien ha mentido, lo meterán en la cárcel.

Es una verdadera pena que la ceremonia de la cosecha se celebre en la plaza, uno de los pocos lugares agradables del Distrito 12. La plaza está rodeada de tiendas y, en los días de mercado, sobre todo si hace buen tiempo, parece que es fiesta. Sin embargo, hoy, a pesar de los banderines de colores que cuelgan de los edificios, se respira un ambiente de tristeza. Las cámaras de televisión, encaramadas como águilas ratoneras en los tejados, solo sirven para acentuar la sensación.

La gente entra en silencio y ficha; la cosecha también es la oportunidad perfecta para que el Capitolio lleve la cuenta de la población. Conducen a los chicos de entre doce y dieciocho años a las áreas delimitadas con cuerdas y divididas por edades, con los mayores delante y los jóvenes, como Prim, detrás. Los familiares se ponen en fila alrededor del perímetro, todos cogidos con fuerza de la mano. También hay otros, los que no tienen a nadie que perder o ya no les importa, que se cuelan entre la multitud para apostar por quiénes serán los dos chicos elegidos. Se apuesta por la edad que tendrán, por si serán de la Veta o comerciantes, o por si se derrumbarán y se echarán a llorar. La mayoría se niega a hacer tratos con los mafiosos, salvo con mucha precaución; esas mismas personas suelen ser informadores, y ¿quién no ha infringido la ley alguna vez? Podrían pegarme un tiro todos los días por dedicarme a la caza furtiva, pero los apetitos de los que están al mando me protegen; no todos pueden decir lo mismo.

En cualquier caso, Gale y yo estamos de acuerdo en que, si pudiéramos escoger entre morir de hambre y morir de un tiro en la cabeza, la bala sería mucho más rápida.

La plaza se va llenando, y se vuelve más claustrofóbica conforme llega la gente. A pesar de su tamaño, no es lo bastante grande para dar cabida a toda la población del Distrito 12, que es de unos ocho mil habitantes. Los que llegan los últimos tienen que quedarse en las calles adyacentes, desde donde podrán ver el acontecimiento en las pantallas, ya que el Estado lo televisa en directo.

Me encuentro de pie, en un grupo de chicos de dieciséis años de la Veta. Intercambiamos tensos saludos con la cabeza y centramos nuestra atención en el escenario provisional que han construido delante del Edificio de Justicia. Allí hay tres sillas, un podio y dos grandes urnas redondas de cristal, una para los chicos y otra para las chicas. Me quedo mirando los trozos de papel de la bola de las chicas: veinte de ellos tienen escrito con sumo cuidado el nombre de Katniss Everdeen.

Dos de las tres sillas están ocupadas por el alcalde Undersee (el padre de Madge, un hombre alto de calva incipiente) y Effie Trinket, la acompañante del Distrito 12, recién llegada del Capitolio, con su aterradora sonrisa blanca, el pelo rosáceo y un traje verde primavera. Los dos murmuran entre sí y miran con preocupación el asiento vacío.

Justo cuando el reloj da las dos, el alcalde sube al podio y empieza a leer. Es la misma historia de todos los años, en la que habla de la creación de Panem, el país que se levantó de las cenizas de un lugar antes llamado Norteamérica. Enumera la lista de desastres, las sequías, las tormentas, los incendios, los mares que subieron y se tragaron gran parte de la tierra, y la brutal guerra por hacerse con los pocos recursos que quedaron. El resultado fue Panem, un reluciente Capitolio rodeado por trece distritos, que llevó la paz y la prosperidad a sus ciudadanos. Entonces llegaron los Días Oscuros, la rebelión de los distritos contra el Capitolio. Derrotaron a doce de ellos y aniquilaron al decimotercero. El Tratado de la Traición nos dio unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como recordatorio anual de que los Días Oscuros no deben volver a repetirse, nos dio también los Juegos del Hambre.

Las reglas de los Juegos del Hambre son sencillas: en castigo por la rebelión, cada uno de los doce distritos debe entregar a un chico y una chica, llamados tributos, para que participen. Los veinticuatro tributos se encierran en una enorme arena al aire libre en la que puede haber cualquier cosa, desde un desierto abrasador hasta un páramo helado. Una vez dentro, los competidores tienen que luchar a muerte durante un periodo de varias semanas; el que quede vivo, gana.

Coger a los chicos de nuestros distritos y obligarlos a matarse entre ellos mientras los demás observamos; así nos recuerda el Capitolio que estamos completamente a su merced, y que tendríamos muy pocas posibilidades de sobrevivir a otra rebelión. Da igual las palabras que utilicen, porque el verdadero mensaje queda claro: «Mirad cómo nos llevamos a vuestros hijos y los sacrificamos sin que podáis hacer nada al respecto. Si levantáis un solo dedo, os destrozaremos a todos, igual que hicimos con el Distrito 13».

Para que resulte humillante además de una tortura, el Capitolio exige que tratemos los Juegos del Hambre como una festividad, un acontecimiento deportivo en el que los distritos compiten entre sí. Al último tributo vivo se le recompensa con una vida fácil, y su distrito recibe premios, sobre todo comida. El Capitolio regala cereales y aceite al distrito ganador durante todo el año, e incluso algunos manjares como azúcar, mientras el resto de nosotros luchamos por no morir de hambre.

—Es el momento de arrepentirse, y también de dar gracias —recita el alcalde.

Después lee la lista de los habitantes del Distrito 12 que han ganado en anteriores ediciones. En setenta y cuatro años hemos tenido exactamente dos, y solo uno sigue vivo: Haymitch Abernathy, un barrigón de mediana edad que, en estos momentos, aparece berreando algo ininteligible, se tambalea en el escenario y se deja caer sobre la tercera silla. Está borracho, y mucho. La multitud responde con su aplauso protocolario, pero el hombre está aturdido e intenta darle un gran abrazo a Effie Trinket, que apenas consigue zafarse.

El alcalde parece angustiado. Como todo se televisa en directo, ahora mismo el Distrito 12 es el hazmerreír de Panem, y él lo sabe. Intenta devolver rápidamente la atención a la cosecha presentando a Effie Trinket.

La mujer, tan alegre y vivaracha como siempre, sube a trote ligero al podio y saluda con su habitual:

—¡Felices Juegos del Hambre! ¡Y que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte!

Seguro que su pelo rosa es una peluca, porque tiene los rizos algo torcidos después de su encuentro con Haymitch. Empieza a hablar sobre el honor que supone estar allí, aunque todos saben lo mucho que desea una promoción a un distrito mejor, con ganadores de verdad, en vez de borrachos que te acosan delante de todo el país.

Localizo a Gale entre la multitud, y él me devuelve la mirada con la sombra de una sonrisa en los labios. Para ser una cosecha, al menos estaba resultando un poquito divertida. Pero, de repente, empiezo a pensar en Gale y en las cuarenta y dos veces que aparece su nombre en esa gran bola de cristal, y en cómo la suerte no está siempre de su parte, sobre todo comparado con muchos de los chicos. Y quizá él esté pensando lo mismo sobre mí, porque se pone serio y aparta la vista.

«No te preocupes, hay mil papeletas», desearía poder decirle.

Ha llegado el momento del sorteo. Effie Trinket dice lo de siempre, «¡las damas primero!», y se acerca a la urna de cristal con los nombres de las chicas. Mete la mano hasta el fondo y saca un trozo de papel. La multitud contiene el aliento, se podría oír un alfiler caer, y yo empiezo a sentir náuseas y a desear desesperadamente que no sea yo, que no sea yo, que no sea yo.

Effie Trinket vuelve al podio, alisa el trozo de papel y lee el nombre con voz clara; y no soy yo.

Es Primrose Everdeen.

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2

 

 

 

Una vez estaba escondida en la rama de un árbol, esperando inmóvil a que apareciese una presa, cuando me quedé dormida y caí al suelo de espaldas desde una altura de tres metros. Fue como si el impacto me dejase sin una chispa de aire en los pulmones, y allí me quedé, luchando por inspirar, por espirar, por lo que fuera.

Así me siento ahora. Intento recordar cómo respirar, no puedo hablar y estoy completamente aturdida, mientras el nombre me rebota en las paredes del cráneo. Alguien me coge del brazo, un chico de la Veta, y creo que quizá haya empezado a caerme y él me haya sujetado.

Tiene que haber un error, esto no puede estar pasando. ¡Prim solo tenía un boleto entre miles! Sus posibilidades de salir elegida eran tan remotas que ni siquiera me había molestado en preocuparme por ella. ¿Acaso no había hecho todo lo posible? ¿No había cogido yo las teselas y le había impedido hacer lo mismo? Una sola papeleta, una entre miles. La suerte estaba de su parte, del todo, pero no había servido de nada.

En algún punto lejano, oigo a la multitud murmurar con tristeza, como hace siempre que sale elegido un chico de doce años; a nadie le parece justo. Entonces la veo, con la cara pálida, dando pasitos hacia el escenario, pasando a mi lado, y veo que la blusa se le ha vuelto a salir de la falda por detrás. Es ese detalle, la blusa que forma una colita de pato, lo que me hace volver a la realidad.

—¡Prim! —El grito estrangulado me sale de la garganta y los músculos vuelven a reaccionar—. ¡Prim!

No me hace falta apartar a la gente, porque los otros chicos me abren paso de inmediato y crean un pasillo directo al escenario. Llego a ella justo cuando está a punto de subir los escalones y la empujo detrás de mí.

—¡Me presento voluntaria! —grito, con voz ahogada—. ¡Me presento voluntaria como tributo!

En el escenario se produce una pequeña conmoción. El Distrito 12 no envía voluntarios desde hace décadas, y el protocolo está un poco oxidado. La regla es que, cuando se saca el nombre de un tributo de la bola, otro chico en edad elegible, si se trata de un chico, u otra chica, si se trata de una chica, puede ofrecerse a ocupar su lugar. En algunos distritos en los que ganar la cosecha se considera un gran honor y la gente está deseando arriesgar la vida, presentarse voluntario es complicado. Sin embargo, en el Distrito 12, donde la palabra tributo y la palabra cadáver son prácticamente sinónimas, los voluntarios han desaparecido casi por completo.

—¡Espléndido! —exclama Effie Trinket—. Pero creo que queda el pequeño detalle de presentar a la ganadora de la cosecha y después pedir voluntarios, y, si aparece uno, entonces... —deja la frase en el aire, insegura.

—¿Qué más da? —interviene el alcalde. Está mirándome con expresión de dolor. Aunque, en realidad, no me conoce, hay un pequeño punto de contacto: soy la chica que le lleva las fresas; la chica con la que puede que su hija haya hablado alguna que otra vez; la chica que, hace cinco años, abrazada a su madre y a su hermana pequeña, recibió de sus manos la medalla al valor. Una medalla por su padre, vaporizado en las minas. ¿Se acordará?—. ¿Qué más da? —repite, en tono brusco—. Deja que suba.

Prim está gritando como una histérica detrás de mí, me rodea con sus delgados bracitos como si fuese un torno.

—¡No, Katniss! ¡No! ¡No puedes ir!

—Prim, suéltame —digo con dureza, porque la situación me altera y no quiero llorar. Cuando emitan la repetición de la cosecha esta noche, todos tomarán nota de mis lágrimas y me marcarán como un objetivo fácil. Una enclenque. No les daré esa satisfacción—. ¡Suéltame!

Noto que alguien tira de ella por detrás, así que me vuelvo y veo a Gale, que levanta a Prim del suelo, mientras ella forcejea en el aire.

—Arriba, Catnip —me dice, intentando que no le falle la voz; después se lleva a Prim con mi madre. Yo me armo de valor y subo los escalones.

—¡Bueno, bravo! —exclama Effie Trinket, llena de entusiasmo—. ¡Este es el espíritu de los Juegos! —Está encantada de ver por fin un poco de acción en su distrito—. ¿Cómo te llamas?

—Katniss Everdeen —respondo, después de tragar saliva.

—Me apuesto los calcetines a que era tu hermana. No querías que te robase la gloria, ¿verdad? ¡Vamos a darle un gran aplauso a nuestro último tributo! —canturrea Effie Trinket.

La gente del Distrito 12 siempre podrá sentirse orgullosa de su reacción: nadie aplaude, ni siquiera los que llevan las papeletas de las apuestas, a los que ya no les importa nada. Seguramente es porque me conocen del Quemador o porque conocían a mi padre, o porque han hablado con Prim y a ella es inevitable quererla. Así que, en vez de un aplauso de reconocimiento, me quedo donde estoy, sin moverme, mientras ellos expresan su desacuerdo de la forma más valiente que saben: el silencio. Un silencio que significa que no estamos de acuerdo, que no lo aprobamos, que todo esto está mal.

Entonces pasa algo inesperado; al menos, yo no lo espero, porque no creo que el Distrito 12 sea un lugar que se preocupe por mí. Sin embargo, algo ha cambiado desde que subí al escenario para ocupar el lugar de Prim, y ahora parece que me he convertido en alguien amado. Primero una persona, después otra y, al final, casi todos los que se encuentran en la multitud se llevan los tres dedos centrales de la mano izquierda a los labios y después me señalan con ellos. Es un gesto antiguo (y rara vez usado) de nuestro distrito que a veces se ve en los funerales; es un gesto de dar gracias, de admiración, de despedida a un ser querido.

Ahora sí corro el peligro de llorar, pero, por suerte, Haymitch escoge este preciso momento para acercarse dando traspiés por el escenario y felicitarme.

—¡Miradla, miradla bien! —brama, pasándome un brazo sobre los hombros. Tiene una fuerza sorprendente para estar tan hecho pedazos—. ¡Me gusta! —El aliento le huele a licor y hace bastante tiempo que no se baña—. Mucho... —No le sale la palabra durante un rato—. ¡Coraje! —exclama, triunfal—. ¡Más que vosotros! —Me suelta y se dirige a la parte delantera del escenario—. ¡Más que vosotros! —grita, señalando directamente a la cámara.

¿Se refiere a la audiencia o está tan borracho que es capaz de meterse con el Capitolio? Nunca lo sabré, porque, justo cuando abre la boca para seguir, Haymitch se cae del escenario y pierde la conciencia.

Es un asco de hombre, pero me siento agradecida porque, con todas las cámaras fijas en él, tengo el tiempo suficiente para dejar escapar el ruidito ahogado que me bloquea la garganta y recuperarme. Pongo las manos detrás de la espalda y miro hacia delante. Veo las colinas que escalé esta mañana con Gale y, por un momento, añoro algo..., la idea de irnos del distrito..., de vivir en los bosques. Sin embargo sé que hice lo correcto al no huir, porque ¿quién si no se habría presentado voluntario en lugar de Prim?

A Haymitch se lo llevan en una camilla y Effie Trinket intenta volver a poner el espectáculo en marcha.

—¡Qué día tan emocionante! —exclama, mientras manosea su peluca para ponerla en su sitio, ya que se ha torcido notablemente hacia la derecha—. ¡Pero todavía queda más emoción! ¡Ha llegado el momento de elegir a nuestro tributo masculino! —Con la clara intención de contener la precaria situación de su pelo, avanza hacia la bola de los chicos con una mano en la cabeza; después coge la primera papeleta que se encuentra, vuelve rápidamente al podio y yo ni siquiera tengo tiempo para desear que no lea el nombre de Gale—. Peeta Mellark.

¡Peeta Mellark!

«Oh, no —pienso—. Él no».

Porque reconozco su nombre, aunque nunca he hablado directamente con él. Peeta Mellark.

No, sin duda hoy la suerte no está de mi parte.

Lo observo avanzar hacia el escenario; altura media, fornido, cabello rubio ceniza que le cae en ondas sobre la frente. En la cara se le nota la conmoción del momento, se ve que lucha por guardarse sus emociones, pero en sus ojos azules constato la alarma que tan a menudo encuentro en mis presas. De todos modos, sube con paso firme al escenario y ocupa su lugar.

Effie Trinket pide voluntarios; nadie da un paso adelante. Sé que tiene dos hermanos mayores, los he visto en la panadería, aunque seguramente a uno se le haya pasado la edad para ofrecerse voluntario, y el otro no lo hará. Es lo normal. El amor fraternal tiene sus límites para casi todo el mundo en el día de la cosecha. Lo que he hecho yo es algo radical.

El alcalde empieza a leer el largo y aburrido Tratado de la Traición, como hace todos los años en este momento (es obligatorio), pero no escucho ni una palabra.

«¿Por qué él?», pienso. Después intento convencerme de que no importa, de que Peeta Mellark y yo no somos amigos, ni siquiera somos vecinos y nunca hablamos. Nuestra única interacción real sucedió hace muchos años, y seguro que él ya la ha olvidado; sin embargo, yo no, y sé que nunca lo haré.

Fue durante la peor época posible. Mi padre había muerto en un accidente minero hacía tres meses, en el enero más frío que se recordaba. Ya había pasado el entumecimiento causado por la pérdida, y el dolor me atacaba de repente, hacía que me doblase y que los sollozos me estremeciesen. «¿Dónde estás? —gritaba una voz en mi interior—. ¿Adónde has ido?» Por supuesto, nunca recibí respuesta.

El distrito nos había concedido una pequeña suma de dinero como compensación por su muerte, lo bastante para un mes de luto, después del cual mi madre habría tenido que conseguir un trabajo. El problema fue que no lo hizo. Se limitaba a quedarse sentada en una silla o, lo más habitual, acurrucada debajo de las mantas de la cama, con la mirada perdida. De vez en cuando se movía, se levantaba como si la empujase alguna urgencia, para después quedarse de nuevo inmóvil. No le afectaban las súplicas constantes de Prim.

Yo estaba aterrada. Aunque ahora supongo que mi madre se había encerrado en una especie de oscuro mundo de tristeza, en aquel momento solo sabía que había perdido a un padre y a una madre. A los once años, con una hermana de siete, me convertí en la cabeza de familia; no había alternativa. Compraba comida en el mercado, la cocinaba como podía, e intentaba que Prim y yo estuviésemos presentables porque, si se hacía público que mi madre ya no podía cuidarnos, nos habrían enviado al orfanato de la comunidad. Había crecido viendo a aquellos chicos en el colegio: la tristeza, las marcas de bofetadas en la cara, la desesperación que les hundía los hombros. No podía dejar que le pasara a Prim, a la dulce y diminuta Prim, que lloraba cuando yo lloraba sin tan siquiera saber la razón, que cepillaba y trenzaba el cabello de mi madre antes de irnos al colegio, que seguía limpiando el espejo de afeitarse de mi padre todas las noches porque odiaba la capa de polvo de carbón que siempre cubría la Veta. El orfanato la habría aplastado como a un gusano, así que mantuve en secreto nuestras dificultades.

Al final, el dinero voló y empezamos a morirnos de hambre poco a poco. No hay otra forma de describirlo. No dejaba de decirme que todo iría bien si podía aguantar hasta mayo, solo hasta el 8 de mayo, porque entonces cumpliría doce años, y podría pedir las teselas y conseguir aquella valiosa cantidad de cereales y aceite que serviría para alimentarnos. El problema era que quedaban varias semanas y cabía la posibilidad de que no llegáramos vivas.

Morirse de hambre no era algo infrecuente en el Distrito 12. ¿Quién no ha visto a las víctimas? Ancianos que no pueden trabajar; niños de una familia con demasiadas bocas que alimentar; los heridos en las minas. Todos se arrastran por las calles y, un día, te encuentras con uno de ellos sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared o tirado en la Pradera, u oyes gemidos en una casa y los agentes de la paz acuden a llevarse el cadáver. El hambre nunca es la causa oficial de la muerte: siempre se trata de pulmonía, congelación o neumonía, pero eso no engaña a nadie.

La tarde de mi encuentro con Peeta Mellark, la lluvia caía en implacables mantas de agua helada. Había estado en la ciudad intentando cambiar algunas ropas viejas de bebé de Prim en el mercado público, sin mucho éxito. Aunque había ido varias veces al Quemador con mi padre, me asustaba demasiado aventurarme sola en aquel lugar duro y mugriento. La lluvia había empapado la chaqueta de cazador de mi padre que llevaba puesta, y yo estaba muerta de frío. Llevábamos tres días comiendo agua hervida con algunas hojas de menta seca que había encontrado en el fondo de un armario; cuando cerró el mercado, temblaba tanto que se me cayó la ropa de bebé en un charco lleno de barro, pero no la recogí porque temía que, si me agachaba, no podría volver a levantarme. Además, nadie quería la ropa.

No podía volver a casa; allí estaban mi madre, con sus ojos sin vida, y mi hermana pequeña, con sus mejillas huecas y sus labios cuarteados. No podía entrar sin esperanza alguna en aquella habitación llena de humo por culpa de las ramas húmedas que había cogido al borde del bosque cuando se nos acabó el carbón para la chimenea.

Me encontré dando tumbos por una calle embarrada, detrás de las tiendas que servían a la gente más acomodada de la ciudad. Los comerciantes vivían sobre sus negocios, así que, básicamente, estaba en sus patios. Recuerdo las siluetas de los arriates sin plantar que esperaban al verano, de las cabras en un establo, de un perro empapado atado a un poste, hundido y derrotado en el lodo.

En el Distrito 12 están prohibidos todos los tipos de robo, que se castigan con la muerte. A pesar de eso, se me pasó por la cabeza que quizás encontrara algo en los cubos de basura, ya que para esos había vía libre. Puede que un hueso en la carnicería o verduras podridas en la verdulería, algo que nadie salvo mi desesperada familia estuviese dispuesto a comer. Por desgracia, acababan de vaciar los cubos.

Cuando pasé junto a la panadería, el olor a pan recién hecho era tan intenso que me mareé. Los hornos estaban en la parte de atrás y de la puerta abierta de la cocina surgía un resplandor dorado. Me quedé allí, hipnotizada por el calor y el exquisito olor, hasta que la lluvia interfirió y me metió sus dedos helados por la espalda, obligándome a volver a la realidad. Levanté la tapa del cubo de basura de la panadería, y lo encontré completa e inhumanamente vacío.

De repente, alguien empezó a gritarme y, al levantar la cabeza, vi a la mujer del panadero diciéndome que me largara, que si quería que llamase a los agentes de la paz y que estaba harta de que los mocosos de la Veta escarbaran en su basura. Las palabras eran feas y yo no tenía defensa. Mientras ponía con cuidado la tapa en su sitio y retrocedía, lo vi: un chico de pelo rubio asomándose por detrás de su madre. Lo había visto en el colegio, estaba en mi curso, aunque no sabía su nombre. Se juntaba con los chicos de la ciudad, así que ¿cómo iba a saberlo? Su madre entró en la panadería, gruñendo, pero él tuvo que haber estado observando cómo me alejaba por detrás de la pocilga en la que tenían su cerdo y cómo me apoyaba en el otro lado de un viejo manzano. Por fin me daba cuenta de que no tenía nada que llevar a casa. Me cedieron las rodillas y me dejé caer por el tronco del árbol hasta dar con las raíces. Era demasiado, estaba demasiado enferma, débil y cansada, muy cansada.

«Que llamen a los agentes de la paz y nos lleven al orfanato —pensé—. O, mejor todavía, que me muera aquí mismo, bajo la lluvia».

Oí un estrépito en la panadería, los gritos de la mujer de nuevo y el sonido de un golpe, y me pregunté vagamente qué estaría pasando. Unos pies se arrastraban por el lodo hacia mí y pensé: «Es ella, ha venido a echarme con un palo».

Pero no era ella, era el chico, y en los brazos llevaba dos enormes panes que debían de haberse caído al fuego, porque la corteza estaba ennegrecida.

Su madre le chillaba: «¡Dáselo al cerdo, crío estúpido! ¿Por qué no? ¡Ninguna persona decente va a comprarme el pan quemado!».

El chico empezó a arrancar las partes quemadas y a tirarlas al comedero; entonces sonó la campanilla de la puerta de la tienda y su madre desapareció en el interior, para atender al cliente.

El chico ni siquiera me miró, aunque yo sí lo miraba a él, por el pan y por el verdugón rojo que le habían dejado en la mejilla. ¿Con qué lo habría golpeado su madre? Mis padres nunca nos pegaban, ni siquiera podía imaginármelo. El chico le echó un vistazo a la panadería, como para comprobar si había moros en la costa, y después, de nuevo atento al cerdo, tiró uno de los panes en mi dirección. El segundo lo siguió poco después y, acto seguido, el muchacho volvió a la panadería arrastrando los pies y cerró la puerta con fuerza.

Me quedé mirando el pan sin poder creérmelo. Eran panes buenos, perfectos en realidad, salvo por las zonas quemadas. ¿Quería que me los llevase yo? Seguro, porque los tenía a mis pies. Antes de que nadie pudiese ver lo que había pasado, me metí los panes debajo de la camisa, me tapé bien con la chaqueta de cazador y me alejé corriendo. Aunque el calor del pan me quemaba la piel, los agarré con más fuerza, aferrándome a la vida.

Cuando llegué a casa, las hogazas se habían enfriado un poco, pero por dentro seguían calentitas. Las solté en la mesa y las manos de Prim se apresuraron a coger un trozo; sin embargo, la hice sentarse, obligué a mi madre a unirse a nosotras en la mesa y serví unas tazas de té caliente. Raspé la parte quemada del pan y lo corté en rebanadas. Nos comimos uno entero, rebanada a rebanada; era un pan bueno y sustancioso, con pasas y nueces.

Puse mi ropa a secar junto a la chimenea, me metí en la cama y disfruté de una noche sin sueños. Hasta el día siguiente no se me ocurrió la posibilidad de que el chico quemara el pan a propósito. Quizá hubiera soltado las hogazas en las llamas, sabiendo que lo castigarían, para poder dármelas. Sin embargo, lo descarté, seguro que se trataba de un accidente. ¿Por qué iba a hacerlo? Ni siquiera me conocía. En cualquier caso, el simple gesto de tirarme el pan fue un acto de enorme amabilidad con el que se habría ganado una paliza de haber sido descubierto. No podía explicarme sus motivos.

Comimos pan para desayunar y fuimos al colegio. Fue como si la primavera hubiese llegado de la noche a la mañana: el aire era dulce y cálido, y había nubes esponjosas. En clase, pasé junto al chico por el pasillo, y vi que se le había hinchado la mejilla y tenía el ojo morado. Estaba con sus amigos y no me hizo caso, pero cuando recogí a Prim para volver a casa por la tarde, lo descubrí mirándome desde el otro lado del patio. Nuestras miradas se cruzaron durante un segundo; después, él volvió la cabeza. Yo bajé la vista, avergonzada, y entonces lo vi: el primer diente de león del año. Se me encendió una bombilla en la cabeza, pensé en las horas pasadas en los bosques con mi padre y supe cómo íbamos a sobrevivir.

Hasta el día de hoy, no he sido capaz de romper la conexión entre este chico, Peeta Mellark, el pan que me dio esperanza y el diente de león que me recordó que no estaba condenada. Más de una vez me he vuelto en el pasillo del colegio y me he encontrado con sus ojos clavados en mí, aunque él siempre aparta la vista rápidamente. Siento como si le debiese algo, y odio deberle cosas a la gente. Quizá debería haberle dado las gracias en algún momento, porque así me sentiría menos confusa. Lo pensé un par de veces, pero nunca parecía ser el momento oportuno, y ya nunca lo será, porque nos van a lanzar a un campo de batalla en el que tendremos que luchar a muerte. ¿Cómo voy a darle las gracias allí? La verdad es que no sonaría sincero, teniendo en cuenta que estaré intentando cortarle el cuello.

El alcalde termina de leer el lúgubre Tratado de la Traición, y nos indica a Peeta y a mí que nos demos la mano. La suya es consistente y cálida, igual que aquellas hogazas de pan. Me mira a los ojos y me aprieta la mano, como para darme ánimos, aunque quizá no sea más que un espasmo nervioso.

Nos volvemos para mirar a la multitud, mientras suena el himno de Panem.

«En fin —pienso—. Hay veinticuatro chicos, sería mala suerte que tuviese que matarlo yo».

Aunque, últimamente, no hay quien se fíe de la suerte.