Los Devoramisterios 1 - La mansión infinita

Celia Añó

Fragmento

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¿Qué hacen tres niños

en el sótano de una

casa misteriosa?

Mucho antes de esa noche, Vicky, Héctor y Livia ya sospechaban que aquella casa era un poco extraña, pero cuando acabaron en su sótano lo confirmaron: no era extraña, era extrañísima. Como un lagarto de cuatro ojos o un gato al que le gusta el agua.

Si le preguntas a Vicky, te dirá que la culpa de que llegaran allí es de Héctor. Porque Héctor se ha pasado días, semanas y meses hablando de la dichosa casa al final de la calle Búho Tuerto. Cuando Héctor está muy emocionado, no se calla ni bajo el agua. Y esa casa lo emociona muchísimo. Héctor insiste en que ahí dentro hay algo raro. Por las noches se oyen ruidos misteriosos y la casa es enigmática e inquietante. Podría haber salido en un libro sobre brujas o vampiros; es completamente de madera, con un tejado oscuro y una chimenea torcida. Héctor a veces es un poco repipi y, según él, esa aura turbia que rodea el jardín se debe a un asesinato. Por supuesto, Vicky piensa que son tonterías y que alguien (sí, está mirando a su amigo, que lleva gafas y gabardina, aunque sea abril y haga un calor infernal) debería dejar de ver películas de terror.

Si le preguntas a Héctor, opinará que la culpa es de Vicky. Vale, a lo mejor él fue el primero en hablar sobre la casa y hasta se ha traído su inseparable lupa, ¡pero es ella la que se ha obsesionado con que está encantada! Héc­tor no cree ni en fantasmas ni en alienígenas. Vicky, en cambio, sí. Y mucho. Mientras él está convencido de que hay una explicación lógica detrás de los ruidos extraños de la casa y las sombras que se intuyen desde la calle, su amiga insiste en que todo se debe a algún elemento sobrenatural. Quizá ahí se celebran reuniones clandestinas de brujas o tal vez la casa se encuentra en una brecha entre dos mundos. Qué ridículo, ¿verdad? Pero Vicky es la más cabezota de la clase y es la que ha conseguido arrastrarlos esa noche hasta la verja del jardín.

Finalmente, si le preguntas a Livia, te contestará que la culpa es de Mordiscos.

Y si le preguntas a Mordiscos, él te mirará fijamente con sus ojillos negros mientras agita los bigotes. No responderá, lo cual es un alivio, pues las ratas normalmente no hablan. Si lo hicieran, Mordiscos te aseguraría que aquella noche no pensaba hacer ninguna trastada. Pero resulta que Vicky y Héctor estaban discutiendo cansinamente delante de la verja y Livia se había distraído contando luciérnagas, así que Mordiscos saltó del hombro de su dueña al suelo para darse un paseo entre las malas hierbas. Corretear por el jardín de una casa misteriosa es mucho más emocionante que escuchar a unos niños discutir. Por supuesto que no fue culpa suya que hubiera un tragaluz casi enterrado bajo las hojas. Ni que Livia lo persiguiera, ni que Héctor fuera tras su hermana ni que Vicky los siguiera por costumbre.

Y así fue cómo unos niños y su mascota acabaron dentro de una casa misteriosa (y seguramente encantada): de golpe y porrazo. Tres cayeron por no mirar al suelo y Mordiscos, en un ejemplar acto de generosidad ratuna, los siguió hasta las profundidades de un sótano mal iluminado.

Afortunadamente, cayeron sobre algo blando, quizá unas cajas de cartón llenas de ropa vieja. Tras la caída, los niños se incorporan entre quejas y lamentos. La voz de Livia es la más aguda y solo le preocupa la integridad física de una rata temblorosa que quiere volver a su jaula y no salir nunca más. Ignora por completo a su hermano y a la amiga de este, quienes consideran que ese es un buen momento para retomar su discusión.

—¡Felicidades, Vicky! Ya estamos dentro, estarás contenta.

—Lo estaría si no me doliera todo. —La niña se pone de pie—. Y ha sido idea tuya venir aquí esta noche.

—¡Y tuya la de entrar!

—¡Yo no he traído a la rata!

—¡Yo tampoco!

—¿Creéis que podemos salir por donde nos hemos caído antes de que nos pillen? —Livia los interrumpe mientras acaricia el lomo del animal.

Los dos amigos se tragan sus gritos, aunque ninguno esconde lo que está pensando sobre el accidente y sobre quién tiene la culpa. Y tampoco lo olvidarán. «Te has quedado sin queso por una buena temporada, bicho», piensa Héctor antes de mirar hacia arriba. Tras echar un vistazo al tragaluz, el niño niega con la cabeza. Había valorado amontonar esas cajas e intentar trepar por ellas, pero enseguida cambia de idea. Su plan solo promete otra buena caída.

—Mala idea —les comenta a las otras dos—. Es demasiado peligroso.

—¡Peligro es mi apellido!

—No, es González —le dice a su hermana mientras le revuelve el pelo—. No querrás que le pase nada malo a Mordiscos, ¿verdad? Ya que estamos aquí… echemos un vistazo.

Héctor a veces es el más responsable de los tres, pero también es un cotilla.

Los hermanos encienden las linternas, demostrando una vez más que han venido mejor preparados que Vicky, que solo trae buenas intenciones y muchas ganas de investigar.

La luz de las linternas ilumina las formas del sótano. Lo primero que descubren es que hay una cantidad desorbitada de trastos: cajas de cartón que forman torreones inclinados, una lámpara sin bombillas que podría medir cuatro metros y un búho de porcelana. También hay una mesa de tres patas sobre la que descansa un espejo, muchos libros polvorientos y peluches. ¡Y hasta un caldero! En comparación, incluso la jaula de Mordiscos es un claro ejemplo de limpieza y orden.

Aun así, es un sótano muy normal y Vicky y Héctor intercambian una mirada de decepción. La chica golpea una caja con el pie y solo saltan pelusas.

—Ten cuidado —murmura Vicky antes de dibujar una sonrisilla traviesa—. A lo mejor nos encontramos por aquí con tu cadáver. Seguro que lo han escondido entre tantas cajas.

—O con tus brujas. Ahí tienes el caldero, te faltan las verrugas y la escoba.

—Lo que nos falta es una puerta.

—Ya…

Héctor usa la linterna para seguir examinando el sótano. Los trastos que hay no solo son poco emocionantes, sino que encima cubren las paredes. En caso de que hubiera una puerta, esta no se ve por ninguna parte.

Mientras Vicky y Héctor han ido por una dirección, Livia intenta poner a Mordiscos un abriguito que habría pertenecido a una muñeca regordeta. La opinión de la rata es rotunda:

—Ic.

Esto en su idioma quiere decir: «Ni hablar del peluquín, vil humana. Aparta esas manos traviesas y déjame ir a roer ese cable porque a lo mejor encuentro queso por ahí». Lamentablemente, Livia desconoce el idioma ratuno e ignora la mirada lastimera de la rata hacia el cable de la lámpara. Finalmente, descarta el abrigo tras confirmar que Mordiscos ya lleva suficiente ropita. Con la rata en el hombro, la niña corre para reunirse con los otros dos, que siguen discutiendo. En ocasiones, Livia se pregunta cómo se hicieron amigos.

—¿Pasa algo? —pregunta Livia.

—Nada, Vicky está diciendo tonterías —gruñe Héctor.

—¡Que sí! ¡Que he visto algo raro! Dame esa lin­terna.

—¡Ni hablar!

Livia se pone de puntillas e intenta fijarse en lo que hay a su alrededor. Y hay tantas cosas y tan alucinantes que le cuesta abarcarlo todo. Quizá es porque Vicky es demasiado lista y ella aún es pequeña, pero no entiende qué le ha llamado tanto la atención. Aun así, Livia entorna los ojos y mueve la linterna muy despacio por todos los rincones. ¿Realmente hay algo raro en el sótano? ¿O a lo mejor Héctor tendrá razón y es un sótano normal?

Vicky tiene razón. El sótano es justo como cualquiera se lo imaginaría: abarrotado de trastos, húmedo y frío. Pero los trastos en cuestión no se contentan con quedarse amontonados en sus cajas ni en sus estanterías. Al mover la linterna, Livia atrapa un zapato que intenta arrastrarse sobre un montón de discos. Pillado, el zapato se deja caer dramáticamente al suelo. Pero no es lo único curioso. Hay muchos ruidos misteriosos, chasquidos y golpeteos que delatan la presencia de objetos en movimiento.

Emocionada, corre hacia su hermano.

—¡Vicky tiene razón! ¡Mira, Héctor! ¡La casa está encantada!

—¡La casa está patas arriba! —ríe Vicky, triunfante.

—Que tenga una disposición original de los muebles no la vuelve mágica —refunfuña él.

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