El taller de las emociones 80 actividades para educar y acompañar

Begoña Ibarrola

Fragmento

el_taller_de_las_emociones-3

INTRODUCCIÓN

   

Ya nadie pone en duda que educar no es transmitir conocimientos, ni desarrollar destrezas, sino favorecer la educación integral de la persona.

Este término fue acuñado por las Naciones Unidas en la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos de 1993, en la que se pedía «orientar la educación hacia el pleno florecimiento de la persona y hacia el fortalecimiento de los derechos del hombre y las libertades fundamentales». El propósito que plantea este término es desarrollar todas las áreas de la vida de un niño, de manera que adquiera una gran variedad de habilidades y capacidades que lo conviertan en una persona competente y autónoma, y para ello se precisan estrategias con las que desarrollar todas sus dimensiones: corporal, emocional, relacional, cognitiva y espiritual. Además, la educación integral debe dar respuesta a las necesidades de cada etapa del desarrollo y enseñar al niño a tener un compromiso con su entorno y a convertirse en ciudadano ético, que ponga sus talentos y habilidades al servicio de una sociedad mejor.

Ahora bien, esta educación no empieza en la escuela, sino en la familia, donde se siembran las semillas de la educación emocional y en valores, que van a servir para impulsar el crecimiento sano, equilibrado y feliz de los hijos.

En este libro me voy a centrar en el desarrollo de la dimensión emocional del niño, y para ello vamos a descubrir juntos, en primer lugar, qué son las emociones, cómo se expresan, cómo afectan al cuerpo y qué funciones tiene cada una de ellas. Al final de esta introducción encontrarás una definición breve de las competencias y habilidades emocionales que se desarrollan a través de las ochenta actividades que se describen en el libro.

Cada capítulo irá dedicado a educar una emoción, y verás que cada uno lleva un color de fondo, basado en diferentes estudios sobre psicología del color, aunque no siempre coinciden todos los autores. Esto te facilitará encontrar, en un determinado momento, la actividad que consideres más útil, en función de la emoción que está viviendo el niño. Así, la alegría se asocia al naranja, la tristeza al azul, el gris al miedo, el rojo al enfado, el lila a la curiosidad, el verde a la calma, el rosa a la vergüenza y el amarillo a los celos.

Las actividades que planteo tienen distintos objetivos, que describo en cada una de ellas, y ayudan a desarrollar también habilidades emocionales diferentes, estando más presente, como es lógico, la conciencia emocional, una competencia emocional que sirve de raíz para el desarrollo de las demás.

Para crear un punto de unión entre las actividades y enriquecer las experiencias que propone el libro, he incorporado el personaje de Carolina, una niña que tiene como mascota a un conejito y que participa de alguna manera en el taller de las emociones. Las ilustraciones permiten ampliar el abanico de respuestas del lector, favorecer la identificación con ella y empatizar con las situaciones que nos presentan.

Puedes empezar la lectura del libro por cualquiera de los ocho capítulos, pero te sugiero que comiences por los cuatro primeros, en el orden que quieras, ya que corresponden a las emociones primarias e innatas; luego puedes continuar con la curiosidad, para terminar con las tres emociones secundarias o sociales.

En el Diccionario de la lengua española se define la emoción como «una alteración del ánimo intensa y pasajera, agradable o penosa, que va acompañada de cierta conmoción somática», mientras que el Diccionario de neurociencia, de Francisco Mora y Ana María Sanguinetti, señala que es «una reacción conductual subjetiva producida por la información proveniente del mundo externo o interno (recuerdos) del individuo. Se acompaña de fenómenos neurovegetativos. El sistema límbico es parte importante del cerebro relacionado con la elaboración de las conductas emocionales».

Las emociones, en definitiva, son experiencias muy complejas, y para expresarlas generalmente apelamos a una gran variedad de términos, además de ayudarnos del lenguaje no verbal (gestos, tono de voz y postura corporal) y de las actitudes. Para profundizar en este concepto, debemos tener siempre presente que el ser humano es un animal social por excelencia y que las emociones contribuyen a ello porque tienen una función adaptativa al entorno en que nos desenvolvemos. Se originan en muchas fuentes (neuroquímicas, fisiológicas, cognitivas, etc.) y en su aparición no interviene la parte racional, por eso las emociones no son lógicas.

Resumiendo, las emociones son fenómenos multidimensionales caracterizados por cuatro elementos: cognitivo (cómo se llama y qué significa lo que siento), fisiológico (qué cambios biológicos experimento), conductual (hacia dónde dirige cada emoción mi conducta) y expresivo (a través de qué señales corporales la expreso).

La experiencia de una emoción generalmente involucra un conjunto de conocimientos, actitudes y creencias sobre el mundo, que el ser humano utiliza para valorar una situación concreta y, por tanto, influyen en el modo en el que esta se percibe. Por consiguiente, cada individuo experimenta una emoción de forma particular, dependiendo de su temperamento, sus experiencias anteriores y la situación concreta.

Las emociones indican estados internos personales, motivaciones, deseos, necesidades e incluso objetivos.

Una creencia comúnmente sostenida propuesta por primera vez por Paul Ekman, pero que no todos los investigadores comparten, postula que hay seis emociones básicas que son universalmente reconocidas y fácilmente interpretadas a través de expresiones faciales específicas, independientemente del idioma o cultura. Estas son: la alegría, la tristeza, el miedo, el enfado, la sorpresa y el asco. Para mí su criterio es fiable; además, al investigar sobre el proceso de desarrollo fetal, se ha comprobado que esas emociones las expresa ya el bebé en el útero, por tanto, vienen en nuestro ADN y tienen funciones adaptativas importantes y diferentes.

Las emociones básicas están presentes en todas las personas de todas las culturas. Los seres humanos reaccionamos emocionalmente de la misma manera ante estímulos parecidos, aunque existen diferencias significativas en los «detonantes» de cada emoción. También debemos notar que hay expresiones faciales que son universales y denotan las mismas emociones; en consecuencia, las emociones humanas son transculturales. En cualquier país o cultura, los niños lloran cuando se muere la mamá de un personaje de dibujos animados, y los niños ciegos, cuando experimentan emociones, las demuestran de forma muy parecida a las demás personas, con la misma expresión facial, lo que evidencia que no imitamos los gestos.

Las emociones nos acompañan a lo largo de toda la vida y nos ayudan a diferenciar aquello que es peligroso de lo que es amistoso, lo que nos aburre de lo que nos interesa, lo que preferimos de lo que rechazamos, etc. Pero existen diferencias muy marcadas en cómo se vivencia y se expresa el mundo emocional por dos razones: la herencia y el medio. La interacción entre ambos elementos es lo que configura las experiencias emocionales individuales de las personas.

La herencia produce unos esquemas de comportamiento emocional que quedan reflejados en lo que llamamos temperamento. Sin embargo, la influencia del entorno es fundamental, sobre todo en los primeros años de vida y en el ámbito familiar, lo que va configurando el carácter particular de cada persona. Estos esquemas constituyen la esencia de las diferencias individuales, y en ellos se basan los estilos de respuesta emocional.

Pero ¿qué ocurriría si no tuviéramos emociones? No podríamos sobrevivir, no detectaríamos el peligro, nuestra vida estaría vacía de amor y de ilusiones, no sentiríamos motivación por nada ni admiración por nadie, no aprenderíamos o el aprendizaje sería demasiado complicado al desaparecer la curiosidad y el deseo de buscar respuestas y explorar lo desconocido.

La emoción, por lo tanto, es el resultado de un proceso de evaluación automática del entorno, que nos informa de lo que es importante o no para nuestra supervivencia o adaptación. Lo adaptativo de emocionarse es que no tenemos que pensar para actuar, sino que al emocionarnos podemos responder o actuar con rapidez, ya que la emoción prepara nuestro cuerpo para evitar o enfrentar, defendernos o exponernos.

Existen diferentes tipos de emociones, primarias y secundarias, pero en este libro me voy a centrar en ocho que todo niño siente y que a todo adulto le interesa educar: alegría, tristeza, miedo, enfado, curiosidad, calma vergüenza, celos. Las cuatro primeras (alegría, tristeza, miedo y enfado) son emociones primarias; la curiosidad aparece nada más nacer, y las tres siguientes (calma, vergüenza y celos) son emociones secundarias.

Es importante reconocer que cada emoción puede tener distintos niveles de intensidad, por lo cual existen términos diferentes que expongo cuando hablo de cada una de ellas. También debemos tener en cuenta que la intensidad puede convertir una emoción en positiva o en negativa para diversas actividades. Por ejemplo, un determinado nivel de ansiedad en un alumno puede mejorar su rendimiento. Pero si tiene mucha ansiedad, no alcanzará su máximo nivel y se puede bloquear.

Las emociones cumplen muchas y variadas funciones que se podrían resumir en siete:

1. Sirven para defendernos de estímulos nocivos (enemigos) o para aproximarnos a estímulos placenteros o recompensas (agua, comida, juego, etc.) que mantengan la supervivencia.

2. Hacen que las respuestas del organismo (conducta) ante acontecimientos (enemigos o alimento) sean polivalentes y flexibles.

3. Nos alertan ante un estímulo específico. La reacción emocional incluye la activación de múltiples sistemas cerebrales (sistema reticular, atencional, mecanismos sensoriales, motores, procesos mentales), endocrinos (activación suprarrenal medular y cortical y otras hormonas), metabólicos (glucosa y ácidos grasos) y, en general, de muchos de los sistemas y aparatos del organismo (cardiovascular, respiratorio, etc., con el aparato locomotor y músculo estriado como centro de operaciones).

4. Mantienen la curiosidad y, con ello, el interés por el descubrimiento de lo nuevo. De esta manera, ensanchan el marco de seguridad para la supervivencia del individuo y lo llevan a explorar lo desconocido.

5. Sirven como lenguaje no verbal para comunicarnos (con individuos de la misma especie o de especies diferentes). Es una comunicación rápida y efectiva y crea lazos emocionales que pueden tener claras consecuencias de éxito tanto para la supervivencia física como para la social.

6. Sirven para almacenar y evocar memorias de una manera más efectiva. Todo acontecimiento asociado a un episodio emocional, tanto si este tuvo un matiz placentero como si no lo tuvo, permite un mayor y mejor almacenamiento y evocación de lo sucedido.

7. Son unos mecanismos que desempeñan un papel importante en el proceso de razonamiento. Los procesos cognitivos se crean en las áreas de asociación de la corteza cerebral con información que ya viene impregnada de colorido emocional, de ahí que la emoción sea fundamental en la toma de decisiones conscientes y en el proceso de aprender.

Por todo ello debemos educar las emociones de los niños desde bien pequeños, ya que no podemos evitarlas, pero sí podemos aprender a gestionarlas y expresarlas de forma adecuada.

Según Rafael Bisquerra, la educación emocional es un «proceso educativo, continuo y permanente, que pretende potenciar el desarrollo emocional como complemento indispensable del desarrollo cognitivo, constituyendo ambos los elementos esenciales del desarrollo de la personalidad integral, con objetivo de capacitar al individuo para afrontar mejor los retos que se plantean en la vida y aumentar el bienestar personal y social».

Este tipo de educación aporta herramientas que previenen conductas de riesgo y que, a largo plazo, están asociadas al éxito personal, profesional, la salud y la participación social, según numerosas investigaciones realizadas en Estados Unidos, España y el Reino Unido. La educación emocional se convierte en una forma de prevención primaria inespecífica que puede tener efectos positivos en la evitación de actos violentos, del consumo de drogas, del estrés, de la depresión, de la salud en general, y de algo que preocupa a toda la sociedad: el fracaso escolar y el bullying.

La educación emocional debería pivotar alrededor de las competencias principales de la inteligencia emocional, y cada una de ellas puede subdividirse en diferentes habilidades, que se van desarrollando a medida que se ponen en práctica. Conviene señalar que estas competencias no son cualidades innatas, sino habilidades aprendidas y cada una de ellas aporta una herramienta básica para potenciar la eficacia. Daniel Goleman utiliza el término «analfabetismo emocional» para designar la carencia de estas habilidades y subraya la importancia de comenzar a educar las emociones desde la infancia.

¿Cuáles son estas competencias y habilidades que queremos desarrollar en los niños a través de las actividades que proponemos?

1.

CONCIENCIA

EMOCIONAL

Es la capacidad para tomar conciencia del propio estado emocional y saber expresarlo a través del lenguaje verbal y no verbal. Implica: ser consciente de las propias emociones, identificarlas correctamente y ponerles nombre, y comunicarlas de forma verbal y no verbal.

Los niños deben conocer qué son las emociones y aprender que influyen en su cuerpo, así podrán detectarlas nada más aparecer. Es importante que sepan qué o quién las provoca. Es función educativa, de la familia y de la escuela, enseñar al niño a observarse, haciéndole tomar conciencia de las señales corporales relacionadas con cada una de las emociones, sin juzgar ni valorar unas como buenas y otras como malas, puesto que cada una de ellas tiene una finalidad, un valor y un significado, aunque, evidentemente, unas nos hacen sentir bien y otras nos hacen sentir mal.

Las emociones pueden ser provocadas por situaciones externas o por informaciones internas de la propia persona; los estímulos externos son fácilmente observables, y en los niños de cero a seis años, casi todos los estímulos son externos y fácilmente observables, pero a partir de esa edad aparecen también los estímulos internos. Un recuerdo, por ejemplo, puede hacer que nos sintamos tristes, pero, aunque los demás se den cuenta de lo que sentimos porque expresamos esa emoción, no saben por qué fue provocado.

Podemos clasificar las emociones en positivas o negativas en función de cómo nos hacen sentir. Las emociones positivas nos proporcionan bienestar y seguridad personal, como es el caso de la alegría, la calma y el amor, mientras que las negativas son aquellas que nos producen un estado de tensión o negatividad, disgusto o insatisfacción personal, como el miedo, la ansiedad, la tristeza, etc.

Entre los tres y los cuatro años, el niño asocia determinados acontecimientos con determinadas emociones: el cumpleaños, con la alegría; romperse su juguete preferido, con la tristeza; que le quiten algo suyo, con el enfado; quedarse solo o estar a oscuras, con el miedo, etc. Es a partir de los seis años cuando comprende que las emociones se deben a la evaluación que hace de la situación.

Es importante que los niños se den cuenta de lo que sienten en diferentes situaciones, momentos y lugares (en casa, en la clase, en el parque, cuando están solos, cuando están con su familia o con otros niños, etc.). Cuando empiecen a ser conscientes de sus emociones, podremos avanzar un paso más y pedirles, sobre todo a los más mayores, que observen cómo se comportan según sienten una u otra emoción. Para ello, es importante ayudarlos a reflexionar con nuestras preguntas, que están presentes en todas las actividades.

Aprender a identificar y transmitir las emociones es una parte importante de la comunicación y un aspecto vital del control emocional. A un niño que no ha desarrollado aún las capacidades del lenguaje le resultará difícil traducir sus sentimientos en palabras y muchas veces tendrá una pataleta o un berrinche. Un niño de cuatro o cinco años ha adquirido ya el lenguaje necesario y tiene la capacidad de usar palabras, por lo tanto, debe recurrir a ellas para decir cómo se siente.

Cuando el niño pone nombre a las emociones y sentimientos, comienza a «apropiarse» de ellas. Este es el primer paso para aprender a expresarlas de forma adecuada. Solo cuando sea capaz de darse cuenta de lo que siente, estará preparado para poderlas gestionar.

Una vez que reconoce las emociones y las nombra, podemos ir ampliando poco a poco su vocabulario emocional para que aprenda que las palabras también indican la intensidad de la emoción. Existen muchas palabras que sirven para expresar nuestro estado emocional. Este vocabulario emocional puede ser enriquecido a medida que el niño crece, ayudándolo a utilizar el término adecuado al nivel de intensidad de su emoción. No es lo mismo sentir un poco de miedo que sentir terror, ni estar molesto o furioso, ni triste o desconsolado. El lenguaje emocional es el primer paso para identificar y reconocer qué está pasando en nuestro mundo interior, cómo nos sentimos y cómo podemos manifestar lo que sentimos.

Es importante que aprendan también a identificar los elementos que han sido los causantes de su emoción: palabras, gestos de otros, actitudes, comportamientos, etc. Por supuesto, se pueden negar a contestar a nuestras preguntas, bien porque no saben la respuesta, bien porque no quieren decírnosla. Para que nos abran su corazón tienen que sentirse respetados y percibir que se encuentran en un entorno seguro, además de confiar en el adulto. Todo ello ayudará a desarrollar la conciencia emocional de los pequeños.

Alrededor de los cinco años, el niño se da cuenta de que una cosa es sentir y otra cosa es expresar lo que siente, de modo que aprende a disimular o a expresar forzadamente una emoción que sabe que va a tener una reacción más positiva en su entorno. Para eso utiliza el lenguaje no verbal, territorio de los gestos, la postura corporal, el tono de voz, la mirada, etc., donde la emoción se siente a gusto, cumpliendo su función de ofrecer información al exterior de cómo se encuentra el mundo interior de la persona. La naturaleza nos ha dotado con más de treinta músculos en la cara que nos sirven para expresar emociones. Combinando los movimientos de ojos, cejas y boca, tenemos un gran repertorio expresivo cuya función principal consiste en dar información al entorno de lo que nos pasa internamente.

A diferencia de la conducta verbal, que comienza y se detiene, el comportamiento no verbal es continuo. Todas las personas, niños y adultos, nos estamos comunicando siempre a través del lenguaje del cuerpo y las expresiones faciales, ya seamos conscientes de ello o no.

El desarrollo de esta competencia es la base del desarrollo de las demás. Si un niño no conoce sus emociones, ¿cómo va a ser capaz de controlarlas? Si no sabe lo que significa una expresión facial, ¿cómo podrá darse cuenta de lo que sienten los demás y ser empático?

2.

REGULACIÓN

EMOCIONAL

La gestión o regulación emocional es la capacidad de controlar y encauzar correctamente las emociones e impulsos perturbadores. Podemos expresar todo tipo de emociones, no es sano reprimirlas, pero debemos hacerlo de la forma adecuada, sin hacer daño a los demás ni a nosotros mismos. Si las reprimimos, el cuerpo empieza a responder a esa tensión interior con diferentes síntomas, y se produce una implosión, y si las expresamos de manera inadecuada, se produce una explosión emocional, y podemos hacer daño a otras personas con nuestras palabras, actitudes o conductas.

Esta capacidad para regular los impulsos y las emociones y expresarlas apropiadamente implica: conocer estrategias de autocontrol emocional, aprender a expresar las emociones, demora de la gratificación y gestión de la frustración.

«Regular» no significa ahogar o reprimir las emociones, sino controlar o, eventualmente, modificar estados anímicos y sentimientos —o su manifestación inmediata— cuando estos son inconvenientes en una situación dada. Para desarrollar esa regulación interior, se deberían preservar los límites del respeto y autonomía, de manera que permitieran al niño ser libre dentro de su marco social y no dependiente extremo. Por tanto, no debería basarse en un control radical de los propios impulsos, ni en la culpabilización por sentir determinadas emociones, sino en un reconocimiento de sus emociones, todas ellas lícitas, y un progresivo dominio de formas de expresión respetuosa, que no hagan daño a nadie, ni al propio niño, en el caso de la represión, ni a los demás, en el caso de la expresión inadecuada.

Antes de los cuatro o cinco años no podemos hablar de autorregulación; son las personas adultas las que debemos acompañar al niño desde la calma y proporcionarle estrategias para salir de esa emoción que le produce malestar o para ayudarlo a que la exprese de forma apropiada. Los más pequeños no son completamente autónomos a la hora de gestionar la frustración, diferir la gratificación o cambiar su estado emocional, aunque a medida que van desarrollando estas habilidades emocionales pueden conseguirlo antes.

La adquisición receptiva y expresiva del lenguaje en los primeros seis años de vida tiene un efecto muy significativo en la capacidad del niño de controlar e influir sobre sus emociones, tal como ya he comentado. Cuando son capaces de hablar de sus emociones, han adquirido una herramienta poderosa de regulación. Es preferible que la capacidad de autocontrol empiece a desarrollarse en estos momentos, pues los niños que muestran conductas agresivas, que son rechazados por los demás por no saber relacionarse bien o que se quedan aislados son los que con más probabilidad se encuentran con mayores dificultades en etapas educativas posteriores y, en general, en la vida.

Podemos experimentar y sentir multitud de emociones, tanto positivas como negativas, ya lo hemos comentado, y no debemos renunciar a ninguna de ellas, pues forman parte de nuestras vidas y nos ayudan a conocernos mejor. El problema es que las emociones negativas pueden hacer que el niño reaccione de modo inadecuado. Es importante explicarle que todas las emociones se pueden expresar de forma apropiada o inapropiada. Una expresión adecuada permite que las personas que nos rodean sepan cómo nos sentimos sin dañarlas. Una expresión inadecuada hace daño a otros o al entorno, trae consecuencias negativas y provoca la entrada en una espiral emocional que dificulta el bienestar.

No podemos elegir nuestras emociones, no se pueden desconectar o evitar, pero está en nuestras manos ayudar a los más pequeños a reconducir una reacción que provoque conductas inadecuadas. Para evitar conductas destructivas o poco saludables, podemos poner en práctica algunas estrategias de regulación emocional. Para ello, lo primero es ayudarlos a que sean conscientes de qué emociones están experimentando y que tomen conciencia de los cambios corporales que se producen al experimentarlas. De esta manera serán conscientes de en qué momento detectan señales de alarma que los avisan de una posible «explosión» emocional.

En segundo lugar, hemos de descubrir qué situaciones los hacen enfadar o sentirse tristes o cuáles son las que les provocan miedo o alegría. Así podemos prever mecanismos externos que faciliten la regulación. En las actividades puedes encontrar ejemplos de varias situaciones que los ayudarán a aprender poco a poco a utilizar los mecanismos de regulación autónoma.

Existen diferentes estrategias de regulación que se ponen en práctica en algunas actividades: control de la respiración, trabajar con la imaginación para dirigir la atención, actividades de descarga de tensión acumulada, etc. Pero lo ideal es que sea el niño el que detecte que se está enfadando y que su nivel de enfado está creciendo para que haga algo a fin de evitar una explosión emocional. Puede, por ejemplo, alejarse del lugar o de la persona causante de la emoción, hacer alguna cosa que le distraiga como cantar o jugar con su juguete favorito, beber agua, bailar, correr, etc.

Otro tema que es necesario abordar para desarrollar esta competencia es la gestión de la frustración. Podemos definir la frustración como un sentimiento que aparece cuando no se alcanza un objetivo propuesto. Puede generar ansiedad, rabia, angustia, enfado e incluso depresión. Ante este cuadro de sensaciones, el niño debe saber reaccionar de la forma más sana para que afecte lo menos posible a su equilibrio emocional.

Durante la niñez, se presentan muchas situaciones de frustración, y son los padres los encargados de ayudar a sus hijos a comprender y aceptar los límites, por eso existe la posibilidad de entrenar a los niños para mejorar esta capacidad.

En nuestra sociedad tenemos un problema importante con este tema, y es que vivimos en la era de lo instantáneo, y este entorno está generando una frustración inusual en el proceso de aprendizaje, pues se espera obtener resultados de forma rápida. Sentir frustración o incluso rabia ante un nuevo aprendizaje es natural y es bueno. Esta frustración generará nueva energía y motivación para intentarlo de nuevo, para probar a hacerlo de una manera diferente hasta conseguir tener éxito. No podemos evitar esa frustración a los niños: dejemos que pasen por ello e intentemos enseñarlos a ser pacientes y perseverantes y a no rendirse ante la menor dificultad.

3.

AUTONOMÍA

EMOCIONAL

Es el conjunto de habilidades y características relacionadas con la autogestión emocional, cuyo objetivo es evitar la dependencia emocional. Implica: el desarrollo de la autoestima, la automotivación y una actitud positiva y optimista.

Las personas debemos establecer vínculos emocionales con otras personas para sobrevivir. La vinculación afectiva es la capacidad humana de establecer lazos afectivos con otros seres humanos, que se construyen y se mantienen mediante emociones.

Uno de los objetivos de la educación emocional es que el crecimiento emocional vaya siendo autónomo; es decir, que la persona pueda relacionarse y vivir sin sumisión afectiva con respecto a los demás. Sin embargo, es importante reconocer que el juego de tensiones entre autonomía y dependencia se mantiene toda la vida y forma parte del crecimiento emocional de la persona.

Una vinculación afectiva exagerada puede conllevar dependencia emocional, una necesidad extrema de otra persona. En el punto opuesto está la desvinculación afectiva, que se caracteriza por la incapacidad de establecer relaciones afectivas con otras personas. Tanto la desvinculación como la dependencia pueden causar dificultades en las relaciones interpersonales, por ello se debe impulsar en los niños, en primer lugar, un proceso de apego seguro, para después guiarlos poco a poco hacia el proceso de autonomía que los capacite para descubrir, cuando maduren, el concepto de interdependencia.

Las características más relevantes de la persona con dependencia emocional son: baja autoestima, miedo a la soledad y al abandono, escasa o nula capacidad de decisión y de iniciativa e incapacidad para enfrentarse sola al mundo. Por esta razón comenzamos por desarrollar la autoestima, el elemento preventivo más importante de la dependencia emocional.

La autoestima es la suma de la capacidad personal y el sentimiento de valía, de confianza y de respeto por uno mismo. Consiste en tener una imagen positiva de sí mismo, estar satisfecho consigo mismo y mantener buenas relaciones con uno mismo.

Aproximadamente a partir de los cinco años, el niño comienza a formarse una idea de cómo lo ven los adultos (ya sean los padres, familiares, maestros y otras figuras significativas). También se preocupa por cómo lo ven sus compañeros de escuela, los amigos y otras personas con las que se relaciona.

Mientras crece, va construyendo el concepto de sí mismo, va formándose una idea de quién es, si gusta a los demás o no, si es aceptado o no… Irá creándose también unas expectativas acerca de sus posibilidades y se encontrará bien consigo mismo o, por el contrario, a disgusto con lo que hace o cómo es. Su temperamento se inclinará hacia el disfrute con los retos de la vida o al lamento por las cosas negativas. Se puede angustiar ante la novedad o contemplar la vida desde una perspectiva positiva. Y en todos estos aspectos la familia tiene un peso importante, ya que con su estilo educativo va moldeando la autoimagen del niño.

Cuanto más alta es la autoestima de cualquier persona, niño o adulto, más preparada estará para enfrentarse a problemas y dificultades, para entablar relaciones enriquecedoras y ser generoso, respetuoso y benévolo.

La manera de sentirnos y considerarnos a nosotros mismos afecta de forma determinante todos los aspectos de nuestra vida. La autoestima es, junto con el sentimiento de la propia competencia, un componente básico de la autoimagen de cualquier sujeto.

La imagen que uno tiene de sí mismo físicamente y como persona (autoconcepto) contribuye a la construcción de la autoestima. Debemos enseñar al niño a conocer sus capacidades, pero también sus limitaciones, que debe aprender a aceptar y valorar. De nada sirve hacerle ver que todo en él es positivo, puesto que la vida le hará darse cuenta de esta falsedad, pues proporciona a cada uno su lote de fracasos, de dificultades y de frustraciones.

Curiosamente, la percepción que un niño tiene de sí mismo entre los cero y los seis años depende más del modo en que su familia y sus educadores reaccionan ante él que de los éxitos reales que obtenga; de ahí la importancia de cuidar los mensajes que le transmitimos, tanto a través del lenguaje como del código no verbal.

La motivación es un factor decisivo que incide, ya sea positiva o negativamente, en la enseñanza, pues condiciona la atención, lo que a su vez repercute en el aprendizaje. Puede definirse como un estado de activación cognitiva y emocional, que produce una decisión consciente de actuar y que da lugar a un período de esfuerzo intelectual y/o físico sostenido, con el fin de lograr unas metas previamente establecidas. La automotivación es la capacidad de motivarse a sí mismo e implicarse emocionalmente en actividades diversas de la vida personal, social, profesional, de tiempo libre, etc. Es a veces consecuencia de la autoestima. En realidad, es el combustible que nos permite llevar a cabo lo que nos proponemos. Las personas motivadas tienen empuje, dirección y resolución.

Los niños automotivados esperan tener éxito y no tienen inconveniente en fijarse metas elevadas, mientras que los que carecen de automotivación solo esperan un éxito limitado y, según el psicólogo Martin V. Covington, experto en el tema, fijan sus metas en el grado más bajo de realización que una persona pueda tener, sin experimentar demasiada inquietud.

Otro aspecto relacionado con la automotivación es la capacidad de demorar la gratificación, el saber negarse pequeñas cosas aparentemente buenas o inocuas porque nos desvían del rumbo emprendido. Esto implica esfuerzo y voluntad, aspectos necesarios para un crecimiento emocional adecuado.

Otro de los elementos básicos de la autonomía emocional es el optimismo con el que una persona afronta la vida. Tener una actitud positiva ante la vida es una de las competencias básicas para la eficacia y el bienestar. El optimismo es el valor que nos ayuda a enfrentar las dificultades con buen ánimo y con perseverancia, descubriendo lo positivo que tienen las personas y las circunstancias, confiando en nuestras capacidades y posibilidades y en la ayuda que podemos recibir.

Las personas optimistas insisten en conseguir sus objetivos a pesar de los obstáculos y contratiempos que se presentan. Operan más desde la perspectiva del éxito que desde el miedo al fracaso y consideran que los acontecimientos se deben más a circunstancias controlables que a fallos personales.

Ver lo positivo, pese a los problemas y dificultades de la situación, y esperar el mejor resultado es fundamental para tener éxito. Por el contrario, cuando una persona tiende a pensar en negativo, a lamentarse de los errores y a atribuirlos a importantes fallos que se repiten de forma constante, entonces hablamos de pensar negativamente.

El optimismo y el pesimismo constituyen maneras de percibir e interpretar los acontecimientos. Se aprenden durante la infancia. Un niño de siete años es muy probable que ya tenga una orientación clara hacia el optimismo o hacia el pesimismo, pues ha ido aprendiendo de los adultos que le rodean, observando cómo reaccionan ante los problemas, cómo ven el mundo y cómo escuchan. Puede que a su alrededor las personas se lamenten continuamente de sus males o que anticipen fracasos o perciban siempre las dificultades ante cualquier propuesta. Esta actitud se contagia de forma natural, sobre todo si es continua.

Desde niños, por lo tanto, aprendemos a pensar en positivo (y a encontrar alternativas ante las dificultades) o a pensar en negativo (y permanecer inmóviles), convencidos de que es inútil intentar encontrar vías de solución.

4.

COMPETENCIA

SOCIAL

Si en las anteriores competencias trabajamos dentro del ámbito intrapersonal, en esta competencia entramos en el ámbito de lo interpersonal. Esta competencia supone la capacidad para reconocer las emociones de los demás y saber mantener buenas relaciones interpersonales. Hace referencia a habilidades sociales que mejoran la integración social y el aprendizaje de las reglas sociales de expresión emocional. El saber practicar estas reglas con naturalidad constituye una muestra de inteligencia socioemocional que facilita la aceptación y la confianza del entorno. Implica: desarrollar la capacidad para comunicarse, comenzando por aprender a escuchar, el desarrollo de la empatía, la comunicación asertiva y la resolución de conflictos.

El niño debe adquirir la capacidad para interactuar con otros de manera socialmente aceptable y eficaz, ya que el éxito en la escuela no solo implica el desarrollo de habilidades cognitivas, sino también aprender a entablar amistades, desarrollar la capacidad de interactuar en grupos y adquirir comprensión de uno mismo y de la propia conducta.

Todas las personas, como seres sociales que somos, estamos destinadas a convivir con nuestro grupo de iguales desde pequeños. Nos sentiremos más integradas en la medida que sepamos comunicarnos de forma efectiva con los demás, nos sintamos capaces de resolver los problemas que surjan en el día a día y podamos expresar en libertad nuestras necesidades, opiniones y sentimientos.

Pero también es importante que la integración social de un niño vaya acompañada de una sensación de bienestar subjetivo, y esto solo se consigue cuando se siente acogido y valorado por el grupo de iguales.

Somos seres sociales que necesitamos vivir en sociedad y, para ello, hemos de desarrollar la capacidad de comunicarnos con otros seres humanos como un factor de supervivencia y desarrollo. La primera capacidad para la comunicación que frecuentemente se da por descontada, incluso en una situación de conflicto, es la capacidad de escuchar. Sin embargo, son raros los momentos de auténtica y verdadera escucha, donde alguien trate de hacerse una idea de la forma de ver y pensar del otro y se interese en comprender a la vez lo que está sintiendo. Escuchar es prestar atención a lo que se oye. Supone también cierta inmovilidad y concentración en los mensajes verbales y no verbales del que habla. Si oír es una actividad orgánica, escuchar implica una reacción de tipo emocional, que nos permite entender mejor el mundo y comprender a los demás.

Cuando el niño se dispone a contar algo al adulto, tiene la necesidad de ser «recibido» por él no solo en su mente, sino, fundamentalmente, en su corazón. El niño posee una capacidad extraordinaria para sentir y recibir lo que el otro está sintiendo, aunque no lo manifieste. Sabe diferenciar entre una escucha formal y una que no lo es. Sabe valorar los signos externos que expresan la disponibilidad sincera a estar con ellos: perciben si somos capaces de suspender lo que estamos haciendo en el momento en que nos necesitan, si nos preocupamos por explicarle que en ese momento no podemos atenderlo y luego lo buscamos para dedicarle su tiempo, si nos ponemos a su altura para encontrarnos con su mirada, si lo tocamos o acariciamos. Por eso, lo primero que debemos intentar es desarrollar nuestra capacidad para estar con el niño de tal manera que podamos hacer que se sienta confiado, reconocido y apreciado como persona.

Cuando hablamos de escucha, no nos referimos solo a la recepción del discurso verbal del niño, sino al discurso corporal, al que hace con su mirada, su gesto, sus movimientos, su postura y su tono de voz. Debemos saber establecer un diálogo con los niños en esa dimensión de la comunicación. El lenguaje corporal es a veces mucho más eficaz que el lenguaje verbal, incluso en la distancia; es posible hacer sentir al niño nuestro cariño, reconocimiento, aceptación, seguridad y confianza a través de una sonrisa o un gesto oportuno porque el niño siempre está buscando el rostro del adulto de referencia cuando actúa o hace algo nuevo que le causa ansiedad o satisfacción.

Y cuando se siente escuchado, escucha mejor a los demás —sus palabras, gestos, miradas—, entrando en el mundo de la comunicación interpersonal con la confianza de quien ha sido escuchado y comprendido por el adulto.

La empatía supone compartir los sentimientos de otra persona, aunque sea a nivel global. Implica una respuesta emocional ante la experiencia emocional percibida en los otros. Mostrar empatía no supone sufrir como está sufriendo el otro, ni estar de acuerdo con él, ni tampoco ser simpáticos, sino comprenderle y hacérselo saber.

Existen dos componentes para la empatía: una reacción emocional hacia los demás, que normalmente se desarrolla en los primeros seis años de vida, y una reacción cognoscitiva, que determina el grado en el que los niños de más edad son capaces de percibir el punto de vista o la perspectiva de la otra persona.

Los bebés de un año suelen darse la vuelta y llorar si oyen a otro niño que llora. Esto se denomina «empatía global» debido a la incapacidad del niño para distinguir entre él y el mundo que lo rodea. Entre uno y dos años, ya ven claramente la congoja de otro y tratan de forma intuitiva de reducirla, sin saber muy bien qué hacer. A medida que sus capacidades perceptivas y cognoscitivas maduran, los niños aprenden a reconocer cada vez mejor los diferentes signos de congoja emocional del otro, y empiezan a tener conductas adecuadas.

A los seis años comienza la etapa de la empatía cognoscitiva. Las capacidades relacionadas con la adopción de una perspectiva permiten al niño saber cuándo acercarse a un amigo que está triste o cuándo dejarlo tranquilo.

Hacia los diez o doce años, los niños expanden su empatía más allá de aquellos que conocen u observan directamente, para incluir a grupos de gente que no conocen: es la etapa de la empatía abstracta.

La empatía establece los cimientos para el amor, la compasión, la cooperación y el respeto, ayudando a prevenir la violencia, la destructividad y la ruptura de las relaciones humanas.

Es, además, una competencia que nos facilita el camino hacia la tolerancia y el altruismo, dos valores fundamentales para una convivencia armónica. Además, el desarrollo de la empatía forma el núcleo central de los programas de prevención de la violencia.

Para Thomas A. Harris, la capacidad de entender los sentimientos de otras personas surge no tanto por una comprensión cognitiva de lo que le sucede, sino por la capacidad de imaginar lo que sucede. La precoz utilización de la imaginación y de la imitación de situaciones por parte de los niños los convierte a los cuatro años en unos expertos en la comprensión de situaciones sociales.

Los niños de tres-seis años adquieren capacidades sociales no tanto de los adultos como de la interacción entre ellos. Es probable que descubran a través de la prueba y el error qué estrategias funcionan y cuáles no, y luego reflexionen sobre lo aprendido. Por ello debemos empezar a desarrollar esta habilidad emocional cuanto antes, animándolos a observar los sentimientos, palabras y acciones de los demás, a valorar sus opiniones, gustos y necesidades diferentes a las propias.

La vivencia de un contacto interpersonal con un componente afectivo le abre al niño la mente de las otras personas, ya que para él las emociones son una forma más útil de saber lo que el otro está sintiendo que las deducciones.

Es precisamente sobre la base del autocontrol y de la empatía sobre la que se desarrollan las habilidades interpersonales, habilidades sociales que garantizan la eficacia en el trato con los demás y cuya falta conduce a la ineptitud social o al fracaso interpersonal reiterado.

Dentro de las competencias sociales, la asertividad tiene una especial importancia. Ser asertivo significa tener la habilidad para expresar lo que se quiere y se piensa sin herir los sentimientos de los demás. La persona asertiva se siente libre para manifestar lo que es, lo que siente, lo que piensa y lo que quiere, y lo hace tanto con extraños como con conocidos, de manera abierta, sincera y respetuosa.

Nuestra forma de comunicarnos con los demás puede ser de tres formas diferentes: agresiva, pasiva o asertiva. La comunicación agresiva se caracteriza por la expresión violenta de opiniones, de defensa de los derechos a menudo deshonesta y generalmente inapropiada, de modo que viola los derechos y no tiene presentes los sentimientos de las otras personas. La comunicación pasiva se caracteriza por la incapacidad de expresar los propios sentimientos, opiniones, deseos, etc. Con frecuencia, se piden disculpas, manifestando falta de confianza en uno mismo, de tal manera que los demás pueden fácilmente no tenerle en cuenta. El objetivo de esta conducta es evitar los conflictos y apaciguar a los demás. Tratan de ser amigables con todo el mundo; sin embargo, las consecuencias son que la persona pasiva se siente incomprendida, no tomada en consideración y manipulada. Los niños pasivos o inhibidos reprimen su voluntad con el silencio. No saben decir lo que quieren o piensan. Solo intentan contentar a los demás, evitar conflictos o callarse por miedo a la reacción de los otros. La comunicación asertiva implica la expresión directa de los propios sentimientos, opiniones, necesidades, etc., bajo el respeto mutuo. Implica tener confianza en uno mismo, pero sin caer en la arrogancia. Los niños asertivos consiguen su voluntad respetando los sentimientos de los otros niños.

Aunque todos los niños están influidos por su entorno, hay algunos más influenciables que otros, por eso es importante que también aprendan a decir que no. Decir que no cuando uno no quiere hacer algo porque no le apetece o simplemente no lo quiere hacer es una habilidad fundamental para no ceder siempre ante las demandas de los demás. Cuando un niño necesita la aprobación de los otros para sentirse bien, está demostrando un nivel muy bajo de autonomía y una elevada dependencia emocional, además de convertirse en un candidato ideal para el bullying.

Por otro lado, necesitamos que los niños aprendan a resolver conflictos. El conflicto es parte de la realidad social y está presente en las relaciones humanas. Surge cuando dos o más individuos o grupos se oponen uno al otro por necesidades, intereses, metas o valores divergentes.

Las conductas, las actitudes y formas de convivir no violentas, solidarias, responsables y autónomas se aprenden y, por lo tanto, deben ser enseñadas, formando parte del currículo de las instituciones educativas. Por eso podemos enseñar a los más pequeños a tratar los conflictos como oportunidades de aprender, en lugar de verlo como algo que hay que evitar, esconder o que se traduce en ira, odio, pérdida, etc.

El problema no es el conflicto, sino nuestra respuesta a él. La clave para manejar efectivamente un conflicto es enfrentarlo y resolverlo; no negarlo. Para ello es necesario considerar los intereses y las necesidades de otros y las soluciones en las que ambas partes ganen.

Es evidente que no podemos pedir a los pequeños de menos de tres años que arreglen ellos mismos sus conflictos, porque no son capaces. Tampoco son capaces de pensar en los demás, ni en las consecuencias de sus actos. Pero los niños de tres-seis años pueden resolver conflictos sociales y aprender a hacerlo. Su habilidad para encontrar soluciones se incrementa con el ejercicio de generar distintas alternativas o soluciones y predecir las posibles consecuencias de cada una de ellas. Cuando un niño de tres o cuatro años entra en contacto con otro de su misma edad, suelen darse conflictos de intereses, ya sea por jugar con un mismo juguete o por ser los primeros en la fila. Es en este tipo de situaciones frecuentes cuando los niños se ven obligados a darse cuenta de que existen los otros, y que tienen deseos, intenciones e intereses que deben tener en consideración si desean evitar conflictos y permanecer en el grupo o decidir actuar por la fuerza e intentar que sus deseos prevalezcan. De cualquier modo, son estas interacciones conflictivas las que le van mostrando al niño esta nueva realidad con la que tiene que enfrentarse a cada rato y tratar de resolverlas por sí mismo o mediante la intervención del adulto.

Para resolver conflictos, hay que poner el acento en el diálogo, en la comprensión empática entre los protagonistas de las situaciones, pero para ello primero hay que favorecer la creación de un concepto adecuado de uno mismo. De esta forma, ejercitándose gradualmente en la resolución de conflictos y combinando su proceso de autoafirmación con el dominio de las relaciones interpersonales, se percatarán de las ventajas de la colaboración frente a la competición. Y al ser capaz el niño de comprender sus propios sentimientos y los de los demás, podrá desarrollar respuestas creativas al conflicto. En realidad, la violencia es una respuesta destructiva ante el conflicto.

No podemos olvidar que el aprendizaje del niño se facilita no solo a través de la relación con el adulto o con los materiales, sino que los niños aprenden unos de otros, mucho más de lo que nos imaginamos. Por consiguiente, las interacciones que se producen entre ellos son de vital importancia. Por eso la mayoría de las actividades que te propongo pueden llevarse a cabo en grupo, ya que así potenciamos el aprendizaje entre iguales y la reflexión compartida.

Espero que este libro te ayude a conocer y comprender mejor a tu hijo o a tus alumnos en su dimensión emocional, la más íntima y también la más gratificante porque conecta con el lenguaje del corazón que nos unifica a todos los seres humanos. Y espero que disfrutes de las actividades, de sus respuestas e ideas y descubras que seguramente tú también tienes mucho que aprender sobre tu mundo emocional.