Campamento Escalofrío 1 - Hay un monstruo allí fuera

Luis Ponce

Fragmento

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Primera edición: julio de 2023

© 2023, Luis Ponce

© 2023, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2023, Miguel Delicado, por las ilustraciones

Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Silvia Blanco

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ISBN: 978-84-19507-03-7

Compuesto en Punktokomo, S. L.

Composición digital: Aura Digit

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1. Bienvenidos al Campamento Escalofrío ................................. 5

2. Noah, el niño que lo sabía todo .............................................. 25

3. ¡Hay que pasar a la acción! ....................................................... 43

4. Un traidor entre nosotros ......................................................... 63

5. La fuga ............................................................................................. 81

6. La leyenda era cierta ................................................................. 97

7. Dentro de la cueva ...................................................................... 111

8. Batalla en la playa ...................................................................... 131

9. La amenaza final ........................................................................ 145

Epílogo, por Paula Alen ................................................................. 158

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Bienvenidos al Campamento Escalofrío

Diario de Paula Alen: ¡¡¡Prohibido leerlo!!!

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Hacía mucho tiempo que no escribía un diario, pero lo necesi-taré si algún día quiero recordar las increíbles experiencias del Campamento Escalofrío.

Así que comencemos

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En verano me gusta lo que a todos los niños: los helados, la piscina y pasar algún rato en mi habitación con mis cosas. Lo que quizá no sea tan normal es que también me encanta ver documentales sobre espeleología. La palabra suena rara, pero en realidad es algo fácil de entender. La espeleología con-siste en explorar las cavidades naturales del subsuelo o, lo que es lo mismo…

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No hay nada que me apasione más en la vida. Sueño con re-correr cuevas subterráneas, nadar en sus ríos y llegar a lugares donde nunca nadie antes haya llegado… Pero, para conseguirlo, primero tenía que llegar hasta el Campamento Escalofrío...

¿Y por qué? Porque, aunque me encanten las cuevas, tengo un miedo atroz, terrible e incontrolable a algo. Y ese miedo es, precisamente, a la oscuridad.

Existen todo tipo de miedos y algunos tienen nombres muy raros. El mío, a la oscuridad, se llama escotofobia. Pero existe tam-bién la acrofobia, que es el miedo a la altura, o la agorafobia, que es el miedo a los espacios abiertos. ¡Y hay muchos más como estos!

Hay tantos miedos como personas, y en el Campamento Escalofrío ayudan a superarlos desde pequeños con terapias y juegos… O al menos eso ponía en el folleto publicitario que cayó en manos de mis padres. Pocos días después, ya estaba en un autobús rumbo al campamento.

Tras recorrer una laberíntica carretera, el autobús atrave-un puente destartalado junto a un profundo barranco, como si estuviéramos entrando en una antigua fortificación.

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El Campamento Escalofrío era tal y como salía en las fo-tos del folleto: había tres edificios principales, un grupo de pe-queñas cabañas con duchas y baños y un enorme patio. Todo estaba rodeado por una valla y, más allá de esta, había un fron-doso bosque. Era un lugar bonito, colorido y acogedor.

Bajamos del autobús veinte niños y niñas. A todos nos acompañaban nuestros padres. La verdad es que esto me pare-ció bastante extraño, pero luego entendí el motivo. Mientras nos despedíamos, me di cuenta de que un grupo de niños y ni-ñas nos miraba desde la distancia. Supuse que ellos llevarían ya un tiempo en el campamento.

Aquel grupo estaba haciendo cosas un poco raras.

Por ejemplo, un niño me hizo gestos como pidiéndome que retrocediera. Otra niña señalaba al autobús y luego hacía gestos como de llevarse comida a la boca. Y un tercer niño simulaba con su mano hablar por teléfono móvil.

Me quedé mirándolos un rato, pero, entonces, mi madre empezó a llorar como si me dejara en una cárcel.

—Voy a echarte mucho de menos —me dijo mientras sollozaba.

Mi padre se rio y añadió:

—Mujer, que solo son treinta días.

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—No me parece tan grave que tenga que dejar siempre la luz encendida —le contestó mi madre, enfadada.

—Piensa en lo que ahorraremos en la factura de la luz —le respondió mi padre para acabar de convencerla.

—Bueno, este campamento no ha sido precisamente ba-rato… —rechistó mi madre mientras sacaba un paquete del bolsillo y me lo daba.

Como ya sabía lo que era, traté de guardarlo sin que mi pa-dre se diera cuenta. Pero, cuando mi padre se agachó para darme un beso y un abrazo de despedida, metió la mano en mi bolsillo y sacó el paquetito. Dentro, claro, había una linterna. Mi madre había querido asegurarse de que tuviera algo para luchar con-tra mis miedos.

—Venga, no hagáis trampas… Además, seguro que aquí la luna brilla cada noche como si fuera un gran foco.

No me enfadé con mi padre. que los espeleólogos usan linternas, pero si no acababa con mi miedo, jamás entraría a explorar una cueva. El miedo a quedarme sin pilas sería dema-siado grande.

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Al final, eché un ojo al resto de los niños. No si por lo cal-mado que estaba —a diferencia del resto—, pero me fijé en uno de ellos, que debía ser un año más pequeño que yo. Luego supe que se llamaba Max y, en cuanto lo escuché despedirse de su madre, entendí qué era lo que lo mantenía tan imperturbable.

—No tienen piscina —le dijo Max a su madre con un tono tristón.

—Seguro que hay un río cerca y os llevarán a bañaros —contestó su madre mientras le colocaba la mochila en la espalda.

—Me gustaba más el campamento del año pasado —refun-fuñó Max.

—Pero no quedaban plazas, cariño.

—¡Pero yo no tengo miedo a nada! ¿Qué hago aquí? Este es un campamento para miedicas.

—Baja la voz, que te van a oír —le dijo su madre mientras lo abrazaba para despedirse.

Finalmente, cuando los autobuses se fueron, conocimos a la directora del Campamento Escalofrío: Agnes Fears. Y, a ver, ¿qué significa «fears» en español? Sí, exacto: «¡miedos!».

Agnes Fears nos condujo al centro del patio. En total, entre niños y niñas, éramos cuarenta. Los veteranos estaban serios y

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apenas se movían, mientras que los nuevos nos sentábamos en el suelo, correteábamos y hacíamos el tonto. De repente, Agnes hizo sonar un silbato que llevaba colgando de su cuello y cinco monitores salieron del barracón más grande.

Entonces me di cuenta de una cosa: los monitores pare-cían los malos de las pelis de peleas que tanto le gustan a mi padre… Y, encima, llevaban consigo unos perros con un as-pecto muy feroz. Yo sabía que existen los perros de terapia que ayudan a la gente con sus miedos, pero aquellos no tenían pinta de ser de ese tipo de perros. Se pusieron a ladrar y los monitores nos ordenaron que todos nos pusiéramos de pie y estuviéramos quietos.

Agnes, la directora, se subió a un pequeño escenario con un atril de madera que había en medio del patio. Aunque no haya que juzgar a nadie por su apariencia, Agnes me cayó mal. Muy mal.

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Junto a ella estaba su tía, Irene Fears, la fundadora y primera directora del Campamento Escalofrío, aunque quedaba claro quién era la que mandaba en ese momento.

Agnes se dirigió a nosotros:

—Tengo un compromiso con vuestros padres y ese compro-miso es conseguir que dejéis de ser unos llorones mimados. —Agnes se tocó el pelo para comprobar que seguía perfecta-mente peinada—. Imagino que ellos lo han intentado todo con vosotros: con cariño, amor y paciencia… Y resulta que NADA ha funcionado. ¡Pero yo tengo un método infalible!

En ese momento, Agnes pulsó el botón de un control remo-to y el suelo comenzó a temblar. Se oían unos ruidos mecánicos provenientes de las vallas de madera que rodeaban el campa-mento… ¡Se estaban transformando! Las vallas ahora medían más de seis metros de alto. Un segundo después, ese sonido horri-ble se intensificó a nuestro alrededor. En la parte más alta de las vallas apareció un alambre oxidado y lleno de pinchos.

Al llegar, el campamento me había parecido una especie de fortaleza, pero me di cuenta de que no estaba construido así para evitar que alguien entrara. Comencé a temerme que las vallas eran para que nadie pudiera salir de allí.

Cuando Agnes terminó de hablar, los monitores nos fueron llamando por nuestros nombres, uno a uno, y nos asignaron nues-tro barracón. Todos los nuevos iríamos al barracón B, y los que

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ya llevaban unas semanas en el Campamento Escalofrío se quedarían en el barracón A.

Por lo menos, nuestro barracón parecía bastante bonito por fuera. Era todo de madera y estaba pintado con colores vivos y alegres, con un techo construido con tejas rojizas, como las casi-tas de un pueblo. Como justo en ese momento comenzó a llover, entramos rápidamente.

Sin embargo, nada más poner un pie dentro, todos enten-dimos que algo iba mal. El barracón no se parecía nada a lo que veíamos desde el exterior. El sitio era de madera fea y vieja, y en las literas donde íbamos a dormir solo había una colchone-ta mugrosa cubierta con una manta todavía más mugrosa.

Aun así, todos corrimos a elegir cama. Yo fui hacia la litera que más cerca estuviera de la ventana más grande, porque su-puse que la luz del exterior llegaría con más claridad.

Dejé mis cosas en la parte de debajo de la litera y, mientras comprobaba el grosor de la colchoneta, un niño se abalanzó so-bre la cama.

—Déjame a la parte de abajo —me suplicó.

Miré otra vez la ventana más cercana y supuse que la luz de la luna iluminaría algo mejor la parte de debajo de la litera.

—Es que creo que me irá mejor la parte de abajo —le con-testé al niño.

—¡Tengo pánico a las alturas! ¡No dejes que me caiga desde tan alto! —El niño me cogía de las solapas, desesperado.

—Me llamo Paula —le dije al final, intentando tranquilizar-lo—. Choca esos cinco.

Aquel niño, que tenía mi edad, era muy nervioso. Hablaba y se movía sin parar.

—¡Yo me llamaré como quieras si me dejas la parte de abajo!

—Como quieras, Comoquieras. Quédate la parte de abajo. Yo escalaré cada noche hasta arriba.

—Eres muy valiente —contestó el chico que, desde ese momento, pasó a llamarse Comoquieras para el resto de los com-pañeros de barracón.

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Dejé mis cosas en la parte de arriba de la litera y probé la cama. Luego bajé e intenté abrir la ventana más cercana, pero debía de estar atascada, así que al final salí para tratar de arre-glarla y…

Me quedé allí, boquiabierta. Alucinada. El barracón ya no era colorido. La lluvia había disuelto la pintura de colores alegres dejando ver la madera vieja que había debajo y el techo de tejas había volado por el fuerte viento porque… ¡eran de cartón! En el patio, lleno de barro, la mayoría de los árboles estaban dobla-dos… Sí, también eran de cartón.

Miré hacia la zona de juegos del patio. El tobogán ha-bía perdido la parte por la que te deslizas porque era de papel de aluminio y no de metal. El columpio ya no tenía uno de sus asientos porque alguien debió de repararlo con cartón en vez de

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con madera… Y ahora parecía una catapulta para niños. Curiosa-mente, las cámaras de seguridad que había repartidas por al-gunos rincones del patio que eran reales, y un piloto de luz roja intermitente dejaba claro que estaban encendidas.

¡El precioso Campamento Escalofrío era una estafa! Nos habían colado la mayor trola del mundo y ahora estábamos en medio de un decorado… Un decorado de auténtica peli de terror. Por eso querían que los padres nos acompañasen en el autobús hasta la mismísima puerta… ¡Para que ellos también se traga-ran la trola!

Me acerqué a la ventana que daba a mi cama y traté de abrirla desde fuera, pero fue imposible porque… no era una ven-tana. Simplemente habían puesto un marco de madera sobre la pared interior y otro en la exterior para que lo pareciera, pero… ¡no había ventana! ¡Qué horror!

Empecé a ponerme muy nerviosa. Solo tenía dos posi-bilidades de esquivar la oscuridad: que las bombillas del techo funcionaran o que pudiera cargar cuanto antes mi teléfono móvil para usar la aplicación de la linterna.