Sí es cosa tuya

Olivia Mandle Navarro

Fragmento

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A toda mi familia:

A mi abuelo Adrián, porque, a pesar de que no va a poder leerlo, sé que desde arriba me salvaguarda y me acompaña. Pienso en él constantemente y sé que nos volveremos a encontrar.

A mi abuela María, la persona más lectora que conozco, quien está siempre a mi lado y me brinda alegría con cada palabra. Incluso en los peores días, me arranca una sonrisa y le da esa chispa de alegría a mi vida.

A mis abuelos Linda y Ron, por todo el apoyo y por creer en mí. Los siento cerca a pesar de que están en Nueva York, a miles de kilómetros de distancia.

A mi hermano Max, un explorador intrépido y con mucha curiosidad por todo lo que le rodea. Siempre conmigo, regalándome risas, amor y mucha información acerca de los animales que habitan en este planeta. El más pequeño de la casa, pero el más valiente, el que me enseña a ir por la vida sin miedo.

A mis padres, Mónica y Ricky, por apoyarme desde el principio, por creer en mí en los momentos más difíciles y por hacer todo lo posible para darme las herramientas necesarias para dedicarme a mi pasión y a mi misión de vida: la lucha por el planeta y por los animales.

A todos vosotros, por estar a mi lado siempre.

OLIVIA

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En cada paseo por la naturaleza,

uno recibe más de lo que busca.

JOHN MUIR

Jamás la poesía de la tierra se extingue.

JOHN KEATS

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Prólogo

De pequeña, siempre jugaba a imaginar historias en las que salvaba a diferentes animales y apagaba incendios en los bosques con mi perrito adoptado. Siempre he querido hacer lo mejor para la Tierra y para los animales. Mi familia está muy concienciada acerca del deterioro que sufre nuestro planeta año tras año, así que he crecido viendo documentales y leyendo libros sobre Jane Goodall, David Attenborough o Sylvia Earle, personas que ya entonces estaban intentando crear un mundo mejor para todos.

Más o menos cuando tenía cuatro años, fui con el colegio a ver un espectáculo de delfines en el zoo de Barcelona. Me acuerdo de ese día; iba en el autobús, con todos mis compañeros, compartiendo esa ilusión de ver a los delfines de cerca. Recuerdo llegar y sentarme en las gradas de plástico azul, rodeada de otros niños y niñas con sus familias que, como yo, esperaban a que em­pezase el espectáculo. Nunca olvidaré el momento en el que los delfines empezaron a saltar y a hacer acrobacias en aquella piscina del ya desaparecido delfinario de Barcelona.

Obviamente, para mí, una niña de cuatro años, ver a los delfines saltar y hacer todos aquellos trucos que sus entrenadores les habían enseñado fue algo espectacular. Pero también recuerdo tener una sensación contradictoria, porque yo siempre había visto a los delfines en libertad, en el mar, tanto en documentales como en libros. Cuando llegué a casa después de un día lleno de emociones, les pregunté a mis padres: «¿Esos animales también se van a casa después del espectáculo?». Fue entonces cuando descubrí la realidad detrás del cautiverio.

Conforme fui creciendo, diferentes lecturas interesantes y sorprendentes me fueron maravillando, descubriéndome a personas y animales, y el interés y las ganas de investigar se fueron cocinando dentro de mí. Pasábamos también mucho tiempo en la casa de mis abuelos maternos, una casa humilde en un barrio de Badalona, donde había un patio trasero que convirtieron casi en una reserva para gatos callejeros, pajarillos y una tortuga abandonada, con una cisterna de recogida de aguas pluviales. Y es que mi abuelo Adrián era un gran amante de la naturaleza y de los animales, además de un superinventor. Allí crecí observando todo a mi alrededor en el sótano, que era el lugar en el que mi abuelo tenía su torno y creaba cosas maravillosas como un tren o una banqueta de madera que luego pintaba. Con él descubrí también la creatividad, sin necesidad de nada más que alegría e imaginación. Creo que mi madre ha heredado de él esa creatividad. Y mi abuela María…, ¡ay!, ella siempre estaba allí para ha­cerme reír, para leer conmigo y, cómo no, para cocinar juntas y preparar el alimento para cualquier animalillo que se acercara.

Hubo muchas cosas que, mientras las vivía, ya me daba cuenta de que me gustaban; otras no. Sobre todo, supe que lo que más me complacía era lo más sencillo y lo más maltratado a la vez: la naturaleza y los animales.

El tiempo pasaba y me percataba de que yo veía las cosas de manera diferente a como las veían el resto de las personas que me rodeaban. Sabía que, si queríamos seguir viviendo y disfrutando de este maravilloso planeta, no me podía quedar de brazos cruzados. Llegué a la conclusión de que quería ser una de esas personas que ya estaban haciendo algo para crear un mundo mejor para todos, personas que se habían convertido en mis verdaderos superhéroes, personas a las que había conocido a través de los libros de mis padres o en los documentales que disfrutábamos en familia. Jane Goodall volvió a mi mente, pero también Sylvia Earle o David Attenborough. Tal vez nunca lleguen a saberlo, pero, junto con mi familia, fueron la fuente de inspiración y de desarrollo personal más grande que hubiera podido imaginar nunca. Ellos, a través de preciosas páginas y de horas de documentales, despertaron en mí el profundo deseo de disfrutar y luchar a la vez por la naturaleza, el planeta y los seres vivos que lo habitamos. Ellos, mi madre, mi padre y mi increíble hermano, además de todos los animales con los que me he relacionado —los perritos abandonados de la perrera que había cerca de casa, los peces luna que veo en el Mediterráneo, hasta los burritos de los santuarios o aquel gatito perdido por las calles de un pueblo de cientos de años en el Ampurdán—, han marcado mi vida, todos ellos y muchos más.

Pero el recuerdo que guardo con más cariño es el mejor regalo de cumpleaños que tuve en toda mi vida, el de mis doce años. Desde entonces, repetimos siempre que podemos porque yo nunca pido otra cosa que salir a avistar delfines en libertad por la costa de Barcelona. La paz y la fascinación que sentí ese día me evocaron imágenes vívidas de mi infancia, me trasladaron a aquella excursión y a las miradas perdidas de los delfines en cautiverio, pero también me dieron la fuerza para pensar que algún día me dedicaría a estudiarlos en el mar.

Como ves, no es que un día me levantara y tuviera una revelación: fueron muchos ingredientes los que se mezclaron dentro de mí. Desde mis construcciones y mis muñecos hasta las horas pasadas al aire libre en busca de ese oxígeno y de esa sensación de libertad que solo te da la naturaleza. Podemos decir que la activista que llevo dentro empezó a hacerse realidad, a despertar, a los doce años. Creo que casi sin saberlo, casi sin darme cuenta…

Como cada verano, en agosto de 2019, fui a visitar a mis abuelos paternos a Nueva York. Siempre es un viaje que espero con muchísima ilusión. Fuimos los cuatro: mi hermano —que en aquel entonces tenía cinco años—, mis padres y yo. Mi abuela materna, María, ya es muy mayor y se tuvo que quedar en Barcelona; siempre que viajo pienso que ella se queda sola y que me gustaría que viniera a conocer The Big Apple. Mis cuatro abuelos siempre se han llevado muy bien y a mí me encantaba verlos juntos. Mi abuelo Adrián ya nos dejó hace años, pero yo sigo buscándolo en las estrellas y pensando cuánto le gustaría ver a la activista en la que me he convertido.

Ese año, me despedí de mi abuela María y le prometí que la llamaría en cuanto llegara a casa de mis abuelos, en Nueva York, para que no se preocupara. Ya sería de noche en Barcelona, pero yo sabía que ella estaría esperando mi llamada y que no dormiría hasta que no oyera nuestras voces a través de la línea.

Llegar a Nueva York siempre me provoca sentimientos encontrados. Me encanta ir porque veo a mis abuelos y disfruto de una ciudad que literalmente nunca duerme. Siempre pasan cosas, aunque no siempre buenas. Hay mil lugares que conocer, nuevas rutas para tomar el mejor helado, actividades en cada esquina, librerías enormes en las que perderse, miles de conciertos y musicales que descubrir y museos de todo tipo en los que pasar el día entero y, aun así, no ver todo lo que guardan. Pero, como ya dije, yo soy más de naturaleza y Nueva York me parece ruidosa, sucia y con un nivel de contaminación lumínica y una polución casi insoportables. El estrés se puede cortar en el aire y esa huella humana que son los edificios de gran atractivo para los turistas se hace grotesca cuando lo piensas con detenimiento. Los cruces están abarrotados de gente con la mirada perdida (a veces pienso si saben adónde van o si tal vez están programados para hacer esa ruta día tras día).

Con todo y con eso, aquel año me sentía feliz; yo siempre veo el aspecto positivo de todo y estar allí me llenaba de alegría porque estaba con la familia descubriendo mil cosas nuevas y oxigenantes.

Cuando llegamos, lo primero que hicimos fue ir a Central Park, que me encanta, creo que porque me conecta con la naturaleza que tanto echo de menos cuando estoy en la ciudad. Fuimos a pasear por el parque y aguantamos al aire libre el máximo tiempo posible para evitar meternos en la cama al mediodía y así poder luchar mejor contra el jet lag. Al día siguiente fuimos mi hermano, mis abuelos y yo al Cooper Hewitt, mi museo favorito, donde siempre hay exposiciones muy diferentes, innovadoras y con un gusto exquisito, además de un espacio para hacer manualidades y talleres. La exposición que vimos ese día era sobre el cambio climático y me llamó mucho la atención. En casa ya hacía tiempo que hablábamos del tema; hacía poco habíamos acabado Planeta azul, la serie de capítulos de la BBC con David Attenborough que coleccionaba mi madre. Pero ese día, durante las más de dos horas que pasamos entre las distintas piezas del museo, algo se removió dentro de mí.

Salí del museo muy tocada, inspirada, conmovida, pero sobre todo con un montón de ganas de actuar. Así que, cuando volví a Barcelona, estaba dispuesta a hacer algo para intentar combatir el gran problema del plástico, del cual, hasta ese momento, no había sido tan consciente aunque sí veía, durante mis horas en el mar, cómo este estaba cada vez más inundado de porquería y de plástico.

Así fue como di mi primer paso para ser una activista, creando un utensilio «casero» con materiales reciclados para limpiar microplásticos de la superficie del mar, lagos o ríos, al que llamo Jelly Cleaner.

Con esta «chispa» de activismo ya encendida en mi corazón, fui observando en la prensa que año tras año los delfines que había en el zoo de Barcelona se iban muriendo —en noviembre de 2019 falleció la matriarca de los delfines que quedaban—. Eso me entristeció enormemente. Sentí impotencia, rabia. No me podía creer que esos delfines estuvieran en un lugar que no fuera su casa, sin su familia, lejos de su hábitat.

Entonces decidí actuar de nuevo y lancé mi primera campaña pidiendo al zoo de Barcelona y al Ayuntamiento que trasladaran a los tres delfines que quedaban en el zoo a un santuario marino.

Ese mismo verano, con más de cincuenta y seis mil firmas y después de muchas llamadas al zoo y de mucho perseguir al Ayuntamiento, trasladaron a los tres delfines, pero no a un santuario marino como sería lo lógico, sino a otro zoo, el Attica Zoological Park, en Atenas, Grecia.

Barcelona, por supuesto, limpió su imagen, pues podían afirmar que ya no tenían delfines en cautiverio.

Me enfadé mucho y la decepción me salía por todos los poros de mi cuerpo, pero a la vez sentí mucha tristeza al saber que aquellos delfines no podrían acabar sus vidas en algo parecido a la libertad, sino que lo harían en otro tanque ridículo ofreciendo espectáculos durante el resto de sus vidas para ocio y negocio de los humanos. Yo no paraba de preguntarme: «¿Es que no vemos que estamos privando de libertad y explotando a estos animales tan inteligentes solo para pasárnoslo bien? ¿Y si fuera al contrario? ¿Nos gustaría?».

A raíz de este episodio, empecé a investigar y supe que ya había países que no tenían delfinarios. Entonces pensé que si otros países tenían una ley que los prohibía, ¿por qué España no podía? Empecé a tirar del hilo y descubrí que España es la mayor cárcel de delfines de Europa y el sexto país del mundo con más delfines en cautiverio. Este descubrimiento me impactó y fue la clave para darme impulso y empoderarme para cambiar este horror.

Entendí que no podía limitarme a desear lo mejor para ellos, sino que debía hacer algo. Así que hablé con mi interlocutor y gran apoyo en aquel momento en Change.org, Luis Aguado, quien aceptó mi reto y me dijo: «Pues vamos a probar, Olivia, porque en Change llevamos años esperando que alguien con pasión y paciencia lidere una lucha así. Estoy seguro de que tú las tienes, pero debes saber que las posibilidades de fracaso son altas».

Pero yo seguí adelante. Reuní un montón de fuerzas para lanzar una campaña aún más ambiciosa, pero a la vez más necesaria pidiendo al Gobierno español una Ley del Cierre Programado de Delfinarios en España.

Mi lucha para acabar con los delfinarios en España tiene dos partes. Por un lado, la recogida de firmas a través de la plataforma Change.org va dirigida a los ciudadanos y tiene como objetivo presionar a los políticos para que trabajen en esta ley tan necesaria.

Y en 2020 lanzo esta campaña tan difícil, como ambiciosa y esperanzadora.

Llegó la pandemia, el COVID nos cogió por sorpresa a todos, pero a mí me sirvió para dar un empujón fuerte a mi campaña, para estudiar mucho y para escribir cada semana una carta manuscrita a las personas en el Gobierno que podían ayudarme.

Lo primero importante que conseguí fue reunirme, virtualmente, con el director general de los Derechos de los Animales en el Gobierno de España, el señor Sergio García Torres.

Esa reunión me llenaba de esperanza, puesto que él trabajaba en la tan necesaria Ley de Bienestar Animal. Hasta aquel momento, en España, los animales eran considerados casi objetos, cosas con las que podemos hacer lo que nos dé la gana. No se tenía en cuenta que son seres vivos y sintientes como cada uno de nosotros.

Mi gozo en un pozo: la reunión no sirvió para nada. Jamás volvió a contactarme, no me respondió ni un e-mail, ni un mensaje de Twitter, nada. Silencio absoluto.

Seguí abanderando el concepto que descubrí gracias a los espantosos números de delfines y cetáceos en cautiverio que tiene este país. Y con mi frase: «España es la mayor cárcel de delfines y cetáceos de toda Europa», seguí escribiendo e-mails a personas con posiciones importantes o relacionadas con los derechos de los animales o con la transición ecológica en el Gobierno. Gracias a ser muy insistente y muy pesada, conseguí que un grupo de senadores, y más tarde la señora Cristina Narbona, vicepresidenta primera del Senado, se unieran para dar apoyo a mi petición. La primera vez que fui al Senado fue increíblemente emocionante. Estaba acompañada de mi madre y de Luis Aguado. El edificio es majestuoso. Me dio una impresión increíble estar allí dentro entre tantas piezas de arte y tanto protocolo, pero estaba emocionada pensando que tal vez ya me acercaba un poquito más a mi objetivo.

De la reunión siempre recordaré cómo la señora Cristina Narbona se sorprendió cuando le dije que: «España es la mayor cárcel de delfines y cetáceos de toda Europa». Y cuando repasamos las cifras, no podían dejar de asombrarse ante la realidad, tanto ella como los dos senadores que nos acompañaron en la reunión y que siempre me han apoyado: Donelia Roldán y Javier de Lucas.

Tras aquella reunión, seguí trabajando en ponencias, talleres y entrevistas, siempre con mi camiseta con el hashtag #Noespaísparadelfines y pidiendo que el máximo de personas firmaran mi campaña. Mientras seguía con mi actividad pública, insistí a este grupo de políticos para saber cómo podíamos crear una moción de ley basada en la ley aprobada en Francia poco tiempo antes. Cuando volví al Senado un año más tarde, había hecho avances espectaculares para registrar la moción. Había conseguido el apoyo de un número suficientemente importante de senadores como para poder registrarla. Pero nada es fácil y yo ya empezaba a entenderlo… El lobby de zoos y delfinarios de este país es muy potente. La industria que hay detrás del cautiverio asusta y su facturación anual estimada es millonaria. España lidera el negocio de espectáculos de delfines y orcas en la Unión Europea, una vergüenza.

Tampoco era fácil mi vida escolar; mi activismo no estaba bien visto entre mis compañeros y el colegio se convirtió en un infierno. Aunque atendía a mis estudios y mis notas eran buenas, el día a día allí me asfixiaba. Me sentía una extraterrestre con la que nadie (o muy pocos) quería tener nada que ver. Y no solo hablo de los compañeros con quienes había compartido aula desde los dos años, los adultos no eran mucho más amables. Una vez, por ejemplo, el jefe de estudios de la ESO rompió en mi cara cuatro páginas de Word redactadas según su absurda «guía de estilo» en las que yo proponía pequeñas acciones con las que mejorar la sostenibilidad en la escuela. Un proyecto educativo anticuado y estancado, y la falta de humildad, les hacía no escuchar con el corazón las cosas que yo exponía; ante todo, les hacía sentir que los estaba criticando o poniendo en duda su estricto y poco flexible formato educativo.

Mientras mi actividad se veía censurada y boicoteada desde la escuela yo iba creciendo y aumentando mi interés por los derechos de los animales y por la situación de emergencia climática que claramente estamos viviendo. Estaba en pleno estado de ebu­llición creativa y personal.

Conseguí cambiar de colegio. El siguiente curso fue otro reto para mí, pero, cargada de ilusión, conseguí entrar en el Colegio Montserrat, donde nada se parece a lo que viví en mi anterior escuela: paredes llenas de pósteres con los Objetivos de Desa­rrollo Sostenible (ODS) me dieron la bienvenida el primer día y sentí que ese lugar me había estado esperando, que ahora sí en­cajaría.

Al mismo tiempo que ocurrían mis cambios personales, la moción de ley quedó registrada, pero también parada. Silencio era lo que recibía por parte del Gobierno y una escueta nota de prensa en la que el lobby de delfinarios, sin mencionar mi nombre, se refería a mi campaña y mi lucha como «caprichos infantiles sin relevancia científica».

Mi reacción tras leer esta nota fue reírme porque, de nuevo, me estaban dando más motivos para enfadarme, más fuerzas para pensar en cómo mejorar y seguir trabajando. Así que en octubre de 2021, tras haber creado durante meses una base de datos internacional que incluía a científicos, expertos y ONG de todo el mundo, empecé a escribirles uno por uno: les expliqué mi campaña, quién era y por qué lo hacía, y les pedí que firmaran un manifiesto que había redactado. Además, a algunos les solicité informes científicos acerca del horror del cautiverio. Así fue cómo di otro importante paso más: me acerqué a la comunidad científica internacional y entablé conversaciones con algunos de los nombres más importantes de asociaciones como PETA, National Geographic o Intermón Oxfam, entre muchísimas otras.

A partir de ese momento se sucedieron los viajes, las entrevistas en directo para la CNN a las tres de la madrugada (por la diferencia horaria), las ponencias, escribir textos y más textos, las montañas de trabajo que se sumaban a los deberes del colegio. Y es que no es fácil gestionar el tiempo. Cada escrito, cada ponencia, tiene un público diferente y hay que adaptar el discurso. No es lo mismo hablar ante cientos de personas en un festival de conciencia que en uno vegano, escribir una TEDx Talk o preparar un discurso para la red nacional de voluntarios de Open Arms. Aunque la historia y los objetivos siempre sean los mismos, debo explicarlo de modo diferente para captar la atención de una forma que nada tiene que ver con la anterior. El trabajo de análisis y redacción después de cada charla o taller es muy potente y absorbente, pero creo que vale la pena y que es lo que tengo que hacer.

Aprovecho cada minuto de mi tiempo. A veces me faltan horas de descanso, pero estoy bien, siento que he encontrado mi misión en la vida, mi pasión. Y aprendo tanto, conozco a tantas personas, escucho tantas ponencias y vivo tantas experiencias que me dan vida que siento que, a mis dieciséis años, ya estoy en el camino correcto. No es siempre el camino fácil, pero es el que quiero recorrer y el que me acerca a los sueños que tengo desde que era una niña.

Si llevo a cabo tantos proyectos, es porque encuentro fundamental la concienciación y porque pienso que esa es mi misión de vida. Por eso voy a todos los lugares que puedo para dar charlas, ponencias o incluso talleres educativos: para movilizar a la gente joven, pero también a los adultos. Es de crucial importancia que no solo mi generación se movilice para crear un cambio, sino que todos lo hagamos. Al final, estamos todos en el mismo barco y hemos de hacer todo lo que esté a nuestro alcance para intentar salvar a nuestro planeta.

La frase que dijo Harrison Ford en uno de sus míticos discursos en las Naciones Unidas: «Nuestro planeta Tierra está en llamas», es más real que nunca.

Todos somos testigos de las tragedias que estamos viviendo alrededor del mundo a causa de los efectos del cambio climático. Estamos ante una emergencia climática y si no empezamos a actuar ya, será demasiado tarde, así que no nos podemos quedar de brazos cruzados. Es hora de salir a las calles y de luchar por nuestro planeta, por nuestra casa.

Y precisamente por todo esto escribo este libro: para concienciar, inspirar, invitar e incitar a actuar. Para poner mi granito de arena en la educación medioambiental, algo necesario desde la infancia, tanto como el agua que bebemos o el aire que respiramos. Dada la situación a la que hemos llegado, el estado de degra­dación actual de nuestro planeta, creo que queda claro lo nece­saria que es.

Quiero que este libro pueda ser un manual para aquellos que quieran dar un paso, que, por pequeño que sea, siempre será importante.

Me gustaría pensar que conocer mi historia y mi experiencia removerá algo dentro de ti, y que puede darte datos y consejos, hacerte reflexionar sobre algunos de los temas más acuciantes que iremos desgranando en cada capítulo para inspirarte e invitarte a actuar.

Y si te preguntas si hay esperanza en medio de tanta tragedia, te diré que sí. Creo que todos somos la voz de la esperanza, todos los que nos ponemos las pilas y decidimos parar esto ya, cambiar nuestros hábitos de consumo y empezar a trazar esa cadena tan molona de valor y respeto por este precioso planeta azul.

La esperanza está puesta en todos y cada uno de nosotros. Hemos de luchar por nuestro futuro, pero también por el futuro de las generaciones que vendrán después de nosotros, para dejarles un planeta digno, limpio, saludable y disfrutable.

Mi misión de vida es muy clara: anteponer el respeto y amor por la naturaleza a todo. Y para ello seguiré peleando, recogiendo firmas, viajando por todas partes con mi Jelly Cleaner cargada al hombro (¡más adelante te contaré qué es!), concienciando, incitando, provocando y movilizando… Y te quiero invitar a que me acompañes.

Deseo que este libro te enseñe cosas, te entretenga y te abra los ojos. Pero, sobre todo, espero que te haga reflexionar y empoderarte para tomar partido en esta batalla que debería ser de todos. Porque al final es nuestro futuro el que nos estamos jugando.

Espero que lo disfrutes tanto como yo he disfrutado de mi primera experiencia escribiendo. Es apasionante e ilusionante saber que puedo crear esa cadena humana de lucha por un mundo mejor a través de vosotros, los lectores y lectoras que os habéis decidido a comprar este libro. ¡Gracias!

¿Estás preparado para ser parte del cambio? ¡¡Pues vamos allá porque SÍ ES COSA TUYA!!

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Es un error básico tratar a la Tierra

como si fuera un negocio en liquidación.

HERMAN DALY

El mundo no va a sobrevivir mucho más tiempo

como cautivo de la humanidad.

DANIEL QUINN