Índice
Como pez en el árbol
1. De nuevo en apuros
2. La tarjeta amarilla
3. Nunca depende de mí
4. El pájaro enjaulado
5. Dólares de plata y monedas falsas de cinco centavos
6. La moneda de tres caras
7. Nada de abuelos aquí
8. Menudo lío
9. Una bolsa llena de nada
10. Promesas, promesas…
11. Huevo revuelto
12. ¿Qué problema tienes, Albert?
13. Más fresca que una rosa
14. Dentro y fuera de la caja
15. Engranajes oxidados
16. Lo que tengo
17. Almuerzo de marginados
18. Verdades y falsedades
19. Un secreto un tanto amargo
20. ¿Y eso es bueno?
21. Mariposas con deseo
22. Quién quiere estar a la altura de una reina
23. Palabras que respiran
24. El héroe imaginario
25. ¿Celebración o desastre?
26. Encerrada en el baño
27. Menudo pastel
28. El negocio del siglo
29. El pez en el árbol
30. El rey desgraciado
31. Distintas rutas para llegar a casa
32. Cuota de pantalla
33. Posibilidades
34. El nacimiento de una estrella
35. Una imagen vale más que tropecientas mil palabras
36. En el juego de la vida...
37. Una gallina, un lobo y un problema
38. Fracasados al poder
39. ¡Toma, Shay!
40. Distintas clases de lágrimas
41. Una carta casi perfecta
42. La falta de excusas, la cinta adhesiva y los antibióticos son una bendición
43. Quemar las naves
44. Superally
45. La pregunta de mi hermano
46. Tigres voladores y elefantes bebé
47. Las mentes geniales piensan de otra manera
48. La suerte según Oliver
49. Veo la luz
50. La hazaña de un héroe
51. Corazón de león
Nota de la autora
Agradecimientos
Biografía
Créditos
Título original: Fish in a Tree
Edición en formato digital: octubre de 2015
Publicado por acuerdo con Nancy Paulsen Books, un sello de Penguin Young Readers Group, una división de Penguin Random House LLC.
© 2015, Lynda Mullaly Hunt
© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2015, Victoria Simó Perales, por la traducción
Diseño e ilustración de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Manuel Esclapez
Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-15594-86-4
Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.
www.megustaleer.com

Lynda Mullaly Hunt es una autora estadounidense nacida a finales de los sesenta. Es especialista en educación y ha ejercido como profesora. Su primera novela, One of the Murphys, fue publicada en 2012 con una excelente acogida por parte de lectores y crítica.
www.megustaleerebooks.com
Para los maestros,
que ven al niño antes que al alumno,
que nos recuerdan que todos poseemos
capacidades especiales que ofrecer al mundo,
que subrayan la importancia de destacar
más que de encajar.
Y para los niños,
que reúnen la determinación necesaria
para conquistar los retos de la vida
por difíciles que sean.
Sois héroes.
Este libro es para vosotros.
1
De nuevo en apuros
Siempre está ahí. Como el suelo bajo mis pies.
—¿Y bien, Ally? ¿Vas a escribir o no? —pregunta la señora Hall.
Si la maestra fuera mala persona, todo sería más fácil.
—Venga —insiste—, sé que puedes hacerlo.
—¿Y si le dijera que voy a trepar a un árbol usando solo los dientes? ¿También diría que puedo hacerlo?
Oliver se ríe al tiempo que se tira sobre el pupitre como si se le hubiera escapado una pelota entre las manos.
Shay suelta un gemido.
—Ally, ¿por qué no puedes comportarte como una persona normal por una vez?
A su lado, Albert, un chico grandote que siempre lleva la misma ropa —una camiseta con la palabra «Flint» estampada—, se pone tieso como un palo. Como si estuviera esperando el estallido de un petardo.
La señora Hall suspira.
—Venga. Solo te pido que te describas a ti misma. Una triste paginita.
No se me ocurre nada peor que describirme a mí misma. Preferiría escribir sobre algo más positivo. Como vomitar en tu propia fiesta de cumpleaños.
—Es importante —dice—. Así el tutor nuevo os irá conociendo.
Ya lo sé, y precisamente por eso no quiero hacerlo. Los maestros son como las máquinas esas que escupen una pelotita de goma a cambio de una moneda. Sabes lo que te puedes esperar. Y, al mismo tiempo, no lo sabes.
—Y ya está bien de hacer garabatos, Ally —se impacienta—. Si no te pasaras la vida dibujando, a lo mejor terminabas los ejercicios.
Avergonzada, escondo mis dibujos debajo de la página en blanco de la redacción. Me he dibujado convertida en mujer bala. Sería más fácil salir disparada de un cañón que venir a clase. Menos doloroso.
—Venga —insiste, y empuja el papel pautado hacia mí—. Haz lo que puedas.
Siete colegios en siete años y la historia siempre se repite. Cada vez que hago lo que puedo, me dicen que no me esfuerzo lo suficiente. Que soy descuidada. Que hago faltas de ortografía. Les molesta que escriba la misma palabra de dos maneras distintas en una misma página. Por no hablar de los dolores de cabeza. Siempre me duele la cabeza cuando me paso demasiado rato mirando el contraste de las letras oscuras contra el blanco de la página.
La señora Hall carraspea.
Mis compañeros se están hartando de mí. Otra vez. Sillas que se arrastran. Fuertes suspiros. Puede que piensen que no les oigo: «Bicho raro. Tonta. Pringada».
Ojalá la maestra se dedicara a rondar el pupitre de Albert, una especie de Google con patas que, para sacar mejor nota que yo, solo tendría que sonarse con el examen.
Noto un calorcillo en la nuca.
No lo entiendo. Normalmente hace la vista gorda. Debe de ser porque las redacciones son para el tutor nuevo y no quiere que falte ninguna.
Me quedo mirando su enorme barriga.
—Qué, ¿ya sabe qué nombre va a ponerle al bebé? —le pregunto. La semana pasada estuvimos la mitad de la clase de sociales hablando de nombres.
—Venga, Ally, no te entretengas más.
No contesto.
En mi mente visualizo una película en la que ella coge un palo y traza una línea en la tierra, entre nosotras dos, bajo un cielo azul brillante. Ella va vestida de policía y yo llevo el traje a rayas de los cacos. Mi cerebro lo hace constantemente: me muestra escenas muy realistas, tanto que me arrastran a su interior. Me ayudan a evadirme del mundo real.
Reuniendo fuerzas, me obligo a hacer algo que en realidad no quiero hacer. Escapar de esta maestra que no me dejará en paz hasta que se salga con la suya.
Cojo el lápiz y su postura se relaja, seguramente aliviada de pensar que me he rendido.
Se equivoca. Como sé que le gusta que los pupitres y las cosas estén limpitos y ordenados, agarro el lápiz con el puño y rayo toda la superficie.
—Ally —se acerca a toda prisa—, ¿por qué haces eso?
Los garabatos circulares son grandes por la parte de arriba y más pequeños por la de abajo. Recuerdan a un tornado y me pregunto si habré dibujado mis propias sensaciones. La miro.
—Ya estaba así cuando me he sentado.
Todo el mundo se echa a reír…, pero no porque me encuentren graciosa.
—Me parece que estás disgustada, Ally.
No lo disimulo tan bien como querría.
—Será friki… —susurra Shay, pero lo bastante alto para que todo el mundo la oiga.
Oliver ha empezado a dar golpecitos en el pupitre.
Me cruzo de brazos y miro a la maestra con atención.
—¡Ya está bien! —exclama la señorita Hall por fin—. Al despacho de la directora. Ahora.
Justo lo que quería, aunque ya no estoy tan segura.
—¡Ally!
—¿Eh?
Se oyen más risas. Ella levanta la mano.
—El que vuelva a reírse se queda sin recreo.
Todo el mundo guarda silencio.
—¡Ally, he dicho que al despacho!
No puedo ir al despacho de la directora, la señora Silver, otra vez. Lo visito tan a menudo que pronto colgarán una pancarta que diga ¡BIENVENIDA, ALLY NICKERSON!
—Perdón —me disculpo, y lo digo en serio—. Escribiré la redacción. Lo prometo.
Ella suspira.
—Vale, Ally, pero si el lápiz se detiene un solo segundo, te marchas.
Me traslada a la mesa de lectura, junto a un mural del día de Acción de Gracias dedicado a la importancia de estar agradecido. Mientras tanto, rocía mi mesa con limpiador. Y me mira como si quisiera rociarme a mí también. Borrar a la tonta.
Bizqueo un instante. Ojalá no me molestaran tanto las luces. Y luego intento sostener el lápiz como se supone que debería y no de la manera rara en que mi mano se empeña en agarrarlo.
Escribo con una mano, escondiendo el papel con el brazo. Sé que no debo dejar de escribir si no quiero ganármela otra vez, así que anoto una y otra vez las palabras «por qué», de principio a final de la página.
En parte, porque sé cómo se escriben y, en parte, porque espero que alguien me conteste de una vez.
2
La tarjeta amarilla
Para la fiesta de despedida de la señora Hall, Jessica ha traído un ramo de la floristería de su padre. Es tan inmenso que jurarías que ha arrancado un arbusto del suelo y ha envuelto el tronco con papel de aluminio.
Y qué. Me da igual. Yo le he traído una tarjeta con rosas amarillas. Y las flores de una imagen no se secan al cabo de una semana. Supongo que es mi manera de pedirle perdón por haber sido tan latosa.
Max le entrega su regalo a la señora Hall. Se apoltrona en la silla y se lleva las manos entrelazadas a la nuca mientras ella lo abre. Son pañales. Creo que lo ha hecho para provocarla y parece decepcionado cuando ella se pone contenta.
A Max le gusta llamar la atención. También le gustan las fiestas. Casi cada día le pide a la señora Hall que celebremos una y hoy por fin lo ha conseguido.
Cuando la señora Hall saca mi tarjeta del sobre, no la lee en voz alta, como ha hecho con las demás. Vacila. Debe de ser porque le encanta. Me siento orgullosa, algo que no me pasa muy a menudo.
La señora Silver se inclina también para mirarla. Supongo que, por una vez, me hará un cumplido, pero no. En lugar de eso, frunce el ceño y me indica mediante gestos que salga de clase.
Shay se ha levantado para mirar. Se ríe y dice:
—Cada vez que Ally Nickerson mete baza, estamos más cerca del país de los tontos.
—Shay, siéntate —le ordena la señora Hall, pero es demasiado tarde. No se puede borrar algo que ya se ha dicho. Debería estar acostumbrada, pero siempre que sucede me quedo hundida.
Mientras Shay y Jessica se ríen, recuerdo que la semana anterior, con motivo de la fiesta de Halloween, acudimos a clase vestidos de nuestros personajes de libro favoritos. Yo me disfracé de Alicia en el país de las maravillas, el libro que mi abuelo me leyó tropecientas mil veces. Shay y su sombra, Jessica, se pasaron todo el día llamándome «Alicia en el país de las tonterías».
Keisha da un paso hacia Shay y le dice:
—¿Por qué no te ocupas de tus cosas por una vez?
Keisha me cae bien. No tiene miedo de nada. Yo siempre estoy aterrorizada.
Shay se da la vuelta deprisa, como si intentara matar una mosca.
—¡No te metas donde no te llaman! —le suelta.
—Tienes razón, no es asunto mío, pero tuyo tampoco —replica Keisha.
La otra coge aire de golpe, indignada.
—Pasa de mí.
—Pues no te portes tan mal —contesta ella, echándose hacia delante.
Max se cruza de brazos y se inclina hacia el pupitre.
—¡Sí! ¡Pelea, pelea! —exclama.
Suki sostiene una de sus piezas de madera en la mano. Tiene toda una colección, que guarda en una caja, y me he fijado en que saca una cada vez que se pone nerviosa. Ahora está nerviosa.
Shay le lanza a Keisha una mirada asesina. Keisha es nueva y me sorprende que se atreva con Shay.
La clase entera está frenética y yo no entiendo cómo ha ocurrido.
Mientras la señora Hall les ordena a las dos que se callen y le explica a Max que es de tontos incitar a sus compañeros a pelearse, la señora Silver me llama desde la puerta. Pero ¿qué narices está pasando?
Ya en el pasillo, me doy cuenta, por la expresión de la señora Silver, que hoy, como muchas otras veces, voy a tener que disculparme o explicarle por qué he hecho tal o cual cosa. Lo malo es que no tengo ni idea de cómo la he fastidiado esta vez.
Me meto las manos en los bolsillos para impedir que hagan algo de lo que tenga que arrepentirme. Ojalá pudiera meterme la lengua en el bolsillo también.
—No lo entiendo, Ally —me dice—. No es la primera vez que haces algo inconveniente, pero esto es… Bueno… distinto. No es propio de ti.
Yo alucino. Para una vez que hago algo bonito, me dice que no es propio de mí. No entiendo qué tiene de malo comprar una tarjeta.
—Ally —continúa la señora Silver—, si lo que quieres es llamar la atención, no son formas.
Se equivoca. Tengo tanta necesidad de llamar la atención como un pez de ponerse unas gafas de bucear.
La puerta se abre de golpe, se estampa contra las taquillas, y Oliver sale del aula.
—Ally —dice—, le has regalado esa tarjeta para decirle que sientes que tenga que dejarnos para ir a tener un bebé estúpido, ¿verdad? Debe de estar muy triste. A mí también me da pena.
¿De qué habla?
—Oliver —lo regaña la señora Silver—, ¿se puede saber qué haces aquí fuera?
—¡Sí! Iba a… Esto… Iba… al baño. Sí. Eso es. —Y sale corriendo.
—¿Me puedo marchar? —susurro, porque no puedo seguir ahí de pie ni un segundo más.
Ella menea un poco la cabeza mientras sigue hablando.
—Es que no lo entiendo. ¿Por qué, en el nombre de Dios, le has regalado a una mujer embarazada una tarjeta de condolencias?
¿Una tarjeta de condolencias? Pienso. Y sigo pensando. Entonces lo recuerdo. Mi madre se las envía a las personas que han perdido a un ser querido. Se me encoge el estómago mientras me pregunto qué habrá pensado la señora Hall.
—Sabes lo que es una tarjeta de condolencias, ¿no, Ally?
Debería negarlo, pero asiento porque no quiero que la señora Silver me lo explique. Y además me creerá todavía más tonta de lo que soy. Si cabe.
—Y entonces ¿por qué lo has hecho?
Sigo allí plantada, pero me hago pequeñita por dentro. El caso es que me siento mal. O sea, me sentí fatal cuando murió el perro del vecino y no quiero ni pensar cómo me sentiría si muriera un bebé. Pero yo no sabía que fuera una tarjeta tan triste. Solo vi unas flores preciosas. Y únicamente pensé en lo mucho que le gustarían a la maestra.
Por desgracia, hay montones de razones que me impiden contarle toda la verdad.
A ella, no.
Ni a nadie.
Por más que ruegue, me esfuerce y me prometa a mí misma que todo va a cambiar, para mí leer es como buscarle sentido a un plato de sopa de letras. No sé cómo lo hace el resto del mundo.
3
Nunca depende de mí
Apoyada contra la pared del pasillo, me quedo callada. Pasan por mi lado unos cuantos críos, lo que me recuerda que voy a sexto, el curso más alto del colegio. Pero me siento como una niña pequeña.
—Ally, ¿no tienes nada que decir? —me pregunta la señora Silver.
Me da miedo abrir la boca, porque a veces suelto cosas sin querer que empeoran la situación.
Al final me ordena que vaya a su despacho.
Espero en la oficina de la directora mirando por la ventana, en silencio. Me pregunto cómo será sentirse a gusto en el colegio y no tener que andar preocupada cada segundo de cada minuto del día.
Ojalá tuviera conmigo el Cuaderno de Cosas Imposibles. Es lo único que me hace sentir que no soy un completo desastre. Me gusta ver como las imágenes que tengo en la cabeza cobran vida en el cuaderno. Mi favorita últimamente es un muñeco de nieve que trabaja en una fundición. Y entonces me doy cuenta de que lo más disparatado, raro e increíble que podría dibujar es a mí misma haciendo algo bien.
El suspiro de la señora Silver me devuelve a la realidad.
—Sumando el curso pasado y este, no llevas aquí ni cinco meses, Ally, y ya has estado en este despacho demasiadas veces. Vas a tener que cambiar mucho —empieza.
Yo no digo ni pío.
—Depende de ti.
No depende de mí. Nunca depende de mí.
La señora Silver sigue soltando su sermón, que suena como un runrún de fondo. Como la radio del coche.
No sé cómo explicárselo. He cometido un error. Me da vergüenza y no quiero hablar de eso con ella.
Inspira hondo.
—¿Querías hacerte la graciosa?
Sacudo la cabeza para negarlo.
—¿Pretendías lastimarla?
Levanto la vista a toda prisa.
—No. No quería lastimarla. Es que…
Y vuelvo a preguntarme lo mismo que antes. ¿Debería contárselo? Me siento como si estuviera sentada encima de una trampilla y tuviera al alcance de la mano el botón que me haría caer. Quiero hacerlo, pero me da miedo. Levanto la vista. Me mira con infinita decepción. Otra vez. Y me digo que no serviría de nada. Ya piensan que soy una lata, así que ¿por qué añadir «tonta» a su lista? De todas formas, no pueden ayudarme. ¿Cómo se cura la estupidez?
Así que vuelvo a mirar por la ventana. Me aseguro de mantener la boca bien cerrada.
He asistido a siete escuelas distintas y, si algo he aprendido, es a cerrar el pico. A no discutir jamás, a menos que sea imprescindible.
Me doy cuenta de que estoy apretando los puños. La señora Silver los está mirando.
Se sienta a mi lado.
—Ally, a veces tengo la sensación de que te gusta meterte en líos. —Se inclina hacia delante una pizca—. ¿Es verdad?
Sacudo la cabeza de lado a lado.
—Venga, Ally, dime qué te pasa. Deja que te ayude.
La miro un momento y aparto la vista. Murmuro:
—Nadie puede ayudarme.
—Eso no es verdad. ¿Por qué no me dejas intentarlo? —Señala el cartel de la pared—. ¿Me puedes leer eso, por favor? —pide—. En voz alta.
En el cartel aparecen dos manos extendidas a punto de tocarse.
Genial. Seguro que es alguna máxima sensiblera sobre la amistad o sobre la importancia de prestarse apoyo o algo así. Yo ni siquiera tengo amigos.
—Venga, Ally. Léemelo, por favor.
Las letras del cartel parecen escarabajos negros que corretean por la pared. Podría deducir casi todas las palabras, pero tardaría siglos. Y si encima estoy nerviosa, olvídalo. Mi cerebro se queda en blanco como una pizarra magnética Telesketch después de colocarla boca abajo y agitarla. Gris y vacío.
—Bueno, ¿qué dice? —vuelve a preguntar.
—No hace falta que se lo lea. Ya lo capto —contesto, e intento marcarme un farol—. De verdad. Lo sé perfectamente.
—Yo no estoy tan segura, pequeña. Creo que deberías tenerlo más en cuenta.
Ahora me gustaría saber lo que dice el cartel. De todas formas, intento no mirarlo. No quiero que siga hablando de eso.
Suena el timbre.
La señora Silver se pasa los dedos por el pelo.
—Ally, no sé si pretendías burlarte o si te disgusta que la señora Hall se vaya o qué, pero me parece que esta vez te has pasado de la raya.
Me imagino a mí misma cruzando la línea de meta. Mi cuerpo rompe la cinta roja. La multitud me vitorea y el confeti revolotea por el aire. Aunque ya sé que no se refiere a eso.
—A partir del lunes, el señor Daniels será tu nuevo tutor. Intentemos evitar cualquier problema, ¿vale?
Pienso que, en mi caso, pedirme que evite los problemas es como pedirle a la lluvia que rehúya el cielo.
Me despide con un gesto y, mientras me levanto, vuelvo a mirar el póster. Ojalá supiera lo que se supone que debería tener en cuenta, porque soy consciente de que me queda mucho por aprender.
Suspira mientras salgo de su despacho y comprendo que está harta de mí.
Hasta yo estoy harta de mí.
Cuando me alejo a toda prisa del despacho, los pasillos están llenos de niños. Vuelvo al aula para pedirle perdón a la señora Hall antes de que se marchen los autocares. Corro hasta ella y le doy unos toquecitos en el hombro.
Cuando se vuelve hacia mí, su cara se entristece antes de recomponerse. Me quedo allí pensando lo mucho que lo siento. Espero que no vaya a pensar que le deseo nada malo a su bebé.
No sé por qué, pero no me salen las palabras. Mi mente hace lo de la pizarra magnética otra vez. En blanco.
—¿Qué pasa, Ally? —me pregunta por fin. Se coloca las manos sobre la enorme barriga como si quisiera protegerla.
Me doy media vuelta y salgo de la clase como una flecha. Recorro el pasillo hasta la puerta principal. Los autocares se alejan sin mí. Es justo, supongo. Merezco ir andando.
Todo el largo camino. Y sola.