Pax Una historia de paz y amistad

Sara Pennypacker

Fragmento

cap-1

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El zorro notó que el coche aminoraba la marcha antes que el niño, porque lo notaba todo primero. En las almohadillas de las patas, recorriéndole la espina dorsal, en los pelos sensibles de las muñecas. Por las vibraciones, también supo que la superficie de la carretera se había vuelto más irregular. Se incorporó del regazo del chico y husmeó los olores que se filtraban por la ventana y que le informaban de que se estaban adentrando en el bosque. Los aromas penetrantes del pino (madera, corteza, piñas y agujas) cortaban el aire como si fueran cuchillos, pero por debajo de todo ello, el zorro reconoció el olor suave de los tréboles, el ajo silvestre y los helechos, además de un centenar de especies que no conocía pero que olían a verde intenso.

Ahora el chico también notó algo. Atrajo a su amigo hacia sí y se aferró con más fuerza al guante de béisbol. La ansiedad del chico sorprendió al zorro. Las pocas veces en que habían ido antes en el coche, el chico había estado tranquilo, incluso emocionado. El zorro dio un empujoncito con el morro a la membrana del guante, a pesar de que odiaba el olor del cuero. El chico siempre se reía cuando hacía esto. Cerraba el guante alrededor de la cabeza del animal y jugueteaba con él, distrayéndolo.

Aquel día, en cambio, el chico alzó al animal y enterró la cabeza en su pelaje blanco, presionando con fuerza.

Fue entonces cuando el zorro se dio cuenta de que el chico estaba llorando. Se revolvió para observar su rostro y asegurarse. Sí, estaba llorando, pero en silencio, algo que el zorro nunca le había visto hacer. Aunque hacía mucho tiempo que el niño no lloraba, el zorro recordaba que siempre, antes de empezar, gimoteaba como si quisiera llamar la atención ante el hecho curioso de que el agua salada bajara como un torrente desde sus ojos.

El zorro le lamió las lágrimas y se desconcertó todavía más. No percibía ningún rastro de sangre. Se escabulló de los brazos del chico para inspeccionar con más atención a su amigo humano, nervioso ante la posibilidad de haber pasado por alto alguna herida, a pesar de que su olfato era infalible. No, no había sangre; ni siquiera el charco subcutáneo de un hematoma o la filtración de un hueso roto, cosa que había ocurrido una vez.

El coche giró a la derecha, y la maleta que tenían al lado se movió. Por el olor, el zorro sabía que contenía la ropa del chico y las cosas de su habitación que usaba con mayor frecuencia: la foto que guardaba en lo alto del armario y los objetos que escondía en el cajón de abajo. Pateó una esquina de la maleta, con la esperanza de abrirla lo suficiente como para que el débil olfato del chico oliera sus cosas favoritas y se sintiera reconfortado. Pero justo en ese momento el coche volvió a aminorar la marcha, esta vez para continuar ruidosamente a poca velocidad. El chico se desplomó hacia delante, con las manos en la cabeza.

Al zorro se le aceleraron los latidos del corazón y se le erizaron los pelos frondosos de la cola. El olor a metal carbonizado de la ropa nueva del padre le quemaba la garganta. Saltó hacia la ventana y la arañó. A veces, en casa, el chico solía subir una pared de cristal similar a esta cuando hacía este gesto. Siempre se sentía mejor cuando la pared de cristal estaba subida.

Pero ahora el chico volvió a atraerlo hacia su regazo y se dirigió a su padre en un tono de súplica. El zorro había aprendido el significado de algunas palabras de los humanos, y en aquel momento oyó cómo utilizaba una de ellas: «NO». A menudo, la palabra «no» iba seguida de uno de los dos nombres que conocía: el suyo y el del chico. Escuchó con atención, pero esta vez el chico se limitaba a repetir «NO» a su padre, una y otra vez.

El coche se detuvo bruscamente y se inclinó hacia la derecha, levantando una nube de polvo que se alzó al otro lado de la ventana. El padre volvió a girarse en el asiento, y después de decir algo con una voz suave que no encajaba con el olor a mentira, agarró al zorro por el pescuezo.

El chico no protestó, y por lo tanto el zorro tampoco lo hizo. Quedó colgando indefenso y vulnerable de la mano del hombre, pero estaba demasiado asustado para darle un mordisco. No parecía un buen momento para contrariar a los humanos. El padre abrió la puerta del coche y caminó sobre la grava y un tramo de hierba hasta llegar al límite del bosque. El chico bajó del coche y los siguió.

El padre posó al zorro sobre el suelo, y el animal se alejó rápidamente de su alcance. Clavó la mirada en los dos humanos, y se sorprendió al ver que ya medían prácticamente lo mismo. En los últimos tiempos, el chico había crecido mucho.

El padre señaló el bosque. El chico miró largamente a su padre, y los ojos se le volvieron a humedecer. A continuación se secó la cara con el cuello de la camiseta y asintió. Metió la mano en el bolsillo de los vaqueros y sacó un viejo soldado de plástico, el juguete favorito del zorro.

El zorro se puso en alerta, listo para jugar. El chico lanzaría el juguete, y él lo encontraría, una hazaña que al chico siempre le parecía extraordinaria. Sujetaría el juguete entre los dientes hasta que el chico llegara y se lo arrebatara para volverlo a lanzar.

En efecto, el chico alzó el soldadito de juguete y lo lanzó hacia el interior del bosque. Aliviado (¡solo estaban jugando!), el zorro se despreocupó. Corrió hacia los árboles sin echar la vista atrás para ver a los humanos. Si lo hubiera hecho, habría visto cómo el chico se apartaba de su padre y se cubría el rostro con las manos, y hubiera regresado. Le habría ofrecido al chico lo que necesitara, fuera protección, distracción o afecto.

En vez de esto, se lanzó en pos del juguete. Encontrarlo fue ligeramente más difícil que de costumbre, porque el bosque estaba lleno de olores frescos y nuevos. Pero no tardó en hallarlo. Al fin y al cabo, el olor del chico también estaba en el juguete. Un olor que sería capaz de reconocer en cualquier lugar.

El soldadito de juguete yacía boca abajo sobre las raíces enrevesadas de un nogal, como si se hubiera ocultado allí desesperadamente. El rifle, incansablemente arrimado a su cara, había quedado enterrado hasta la empuñadura entre la hojarasca. El zorro liberó el juguete, lo recogió entre los dientes y se incorporó sobre los cuartos traseros para que el chico pudiera encontrarlo.

En la quietud del bosque, lo único que se movía eran los rayos de luz del sol que centelleaban como un cristal verde a través del espeso follaje. Se irguió un poco más. No había rastro del chico. Un temblor de preocupación recorrió el espinazo del zorro. Soltó el juguete y ladró. No hubo respuesta. Volvió a ladrar, y nuevamente no obtuvo más que silencio. Si se trataba de un juego nuevo, no le estaba gustando.

Recogió el soldadito de juguete y empezó a volver sobre sus pasos. Mientras atravesaba el bosque a grandes zancadas, un arrendajo pasó a toda velocidad por encima de él, graznando. El zorro se quedó petrificado, indeciso.

Su chico lo esperaba para jugar. Pero ¡los pájaros! Durante horas y horas había observado a los pájaros desde su corral, temblando al ver cómo surcaban el cielo con tanta temeridad como los relámpagos que a menudo veía en las noches de verano. La libertad de aquel vuelo siempre lo había hipnotizado.

El arrendajo volvió a llamar desde la profundidad del bosque, y obtuvo como respuesta un coro de graznidos. El zorro dudó todavía un instante, espiando la arboleda por si volvía a avistar la exhalación de color azul eléctrico.

Y entonces, detrás de él, oyó la puerta de un coche que se cerraba violentamente, y luego otra. Se lanzó a toda velocidad, ignorando las zarzas que le arañaban las mejillas. Rugió el motor del coche, y el zorro se detuvo en seco al borde de la carretera.

El chico bajó el cristal de la ventanilla y sacó los brazos. Mientras el coche se alejaba rápidamente haciendo saltar la gravilla, el padre gritó el nombre del chico: «¡Peter!». Y el chico gritó el otro nombre que el zorro conocía.

«¡Pax!»

cap-2

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—Entonces, tenía muchos.

Peter se daba cuenta de lo estúpido que sonaba, pero no podía dejar de repetirlo. «Muchos.» Metió los dedos en el montón de soldaditos de plástico que llenaban la lata de galletas baqueteada. Eran idénticos excepto en sus posturas: de pie, arrodillados y boca abajo, todos ellos con los rifles arrimados a las mejillas de color verde oliva.

—Creía que solo tenía uno.

—No. Yo siempre los estaba pisando. Debía de tener cientos. Un ejército entero.

El abuelo se echó a reír ante su propia ocurrencia, pero Peter no se rio. Volvió la cabeza y miró fijamente por la ventana, como si acabara de vislumbrar algo en el jardín. Estaba oscureciendo. Levantó la mano y se frotó la mandíbula con los nudillos, tal como hacía su padre cuando se mesaba la barba, y se limpió disimuladamente las lágrimas que habían aparecido. ¿Qué clase de niño pequeño lloraba por algo semejante?

Y, en cualquier caso, ¿por qué estaba llorando? Tenía doce años y hacía mucho que no lloraba, ni siquiera cuando se había roto el pulgar atrapando con la mano desnuda el lanzamiento elevado de Josh Hourihan. Aquello le había hecho mucho daño, pero se había limitado a maldecir para soportar el dolor mientras esperaba junto al entrenador a que le hicieran la radiografía. Se había portado como un hombre. Ese día, en cambio, había llorado dos veces.

Peter sacó un soldado de la lata y recordó el día en que había encontrado uno idéntico sobre el escritorio de su padre.

—¿Qué es esto? —había preguntado.

El padre de Peter había alargado la mano y lo había cogido, con una expresión bondadosa.

—Vaya. ¡Cuánto tiempo! Era mi juguete favorito, cuando era pequeño.

—¿Puedo quedármelo?

Su padre le había devuelto el soldadito.

—Claro.

Peter lo había colocado en el alféizar de la ventana, junto a la cama, apuntando hacia fuera con el pequeño rifle de plástico, en posición de defensa. Pero Pax no había tardado ni una hora en robárselo, cosa que hizo reír a Peter. Pax también quería tenerlo.

Peter dejó caer el soldadito dentro de la lata y estaba a punto de taparla cuando se fijó en el borde de una foto amarillenta que sobresalía del montón de soldados.

La sacó. Era su padre, con diez u once años, abrazado a un perro. Parecía una mezcla entre collie y cien razas más. Tenía aspecto de ser un buen perro, el tipo de perro del que hablarías a tu hijo.

—No sabía que papá hubiera tenido un perro —dijo, pasándole la fimagenoto a su abuelo.

—Duke. La criatura más boba que haya nacido nunca, siempre bajo los pies. —El anciano estudió la foto con atención, y luego miró a Peter como si acabara de darse cuenta de algo por primera vez—. Tienes el mismo pelo negro que tu padre. —Se mesó la franja de pelo gris que atravesaba su cabeza calva—. Yo también lo tenía así, en los viejos tiempos. Fíjate, entonces tu padre era flacucho, como tú y como yo, con las orejas de soplillo. De tal palo, tal astilla, ¿verdad?

—Sí, señor. —Peter forzó una pequeña sonrisa, pero no le duró demasiado. «Bajo los pies.» Era la misma expresión que el padre de Peter había utilizado. «No puede tener a ese zorro bajo los pies. Ya no es tan ágil como antes. Y tú también tendrás que mantenerte al margen. No está acostumbrado a tener a un niño por la casa.»

—Verás, cuando empezó la guerra, me alisté. Como había hecho mi padre. Como tu padre ahora. Cuando el deber llama, los hombres de esta familia respondemos. Sí, señor, de tal palo, tal astilla. —Devolvió la foto al chico—. Tu padre y ese perro. Eran inseparables. Ya no me acordaba.

Peter volvió a meter la foto en la lata y cerró bien la tapa, y luego la deslizó bajo la cama, donde la había encontrado. Miró una vez más por la ventana. No tenía ningunas ganas de hablar sobre animales. No quería saber nada del deber. Y lo último que quería era oír nada más sobre palos y astillas de los cuales no podía escapar.

—¿A qué hora empieza la escuela, aquí? —preguntó, sin girarse.

—A las ocho. Han pedido que vayas pronto, porque primero debes presentarte a la encargada de inscripciones. La señora Mírez, o Ramírez… Algo así. Te he traído provisiones.

Con un gesto, el viejo le señaló una libreta de espiral, un termo usado, y unos lápices cortos y gruesos atados con una goma.

Peter se dirigió al escritorio y lo metió todo en la mochila.

—Gracias. ¿En autobús o a pie?

—A pie. Tu padre fue a la misma escuela, e iba caminando. Sigue la calle Ash hasta el final, gira a la derecha por la calle School, y allí lo verás, un gran edificio de ladrillos. La calle School, ¿entendido? Si sales de aquí a las siete y media, tendrás tiempo de sobra.

Peter asintió. Tenía ganas de estar solo.

—Entendido. Ya estoy listo. Creo que me voy a la cama.

—Muy bien —respondió el abuelo, sin molestarse en disimular el alivio. Salió y cerró la puerta con firmeza, como diciendo «Te cedo esta habitación, pero el resto de la casa es mío».

Peter permaneció junto a la puerta y escuchó los pasos que se alejaban. Al cabo de un minuto, oyó el sonido de los platos que entrechocaban en el fregadero. Se imaginó a su abuelo en la cocina minúscula donde un rato antes habían dado cuenta en silencio del estofado de la cena, una cocina que apestaba tanto a cebollas fritas que Peter pensó que aquel olor iba a sobrevivir a su abuelo. Aunque la fregaran una docena de familias distintas durante cien años, probablemente aquella casa conservaría siempre el olor amargo.

Peter oyó cómo su abuelo recorría pesadamente el pasillo hacia el dormitorio, y luego el chasquido de un televisor al encenderse, con el volumen bajo, y la voz de un agitado locutor de telediario apenas audible. Solo entonces se quitó las zapatillas deportivas y se tumbó sobre la cama estrecha.

Seis meses (tal vez más) viviendo allí con su abuelo, que siempre parecía a punto de estallar. «¿Por qué está siempre tan enfadado?», le había preguntado una vez Peter a su padre, años atrás. «Por todo. Por la vida», había respondido este. «Ha ido a peor desde que murió tu abuela.»

Tras la muerte de su propia madre, Peter había observado con inquietud a su padre. Al principio se había apoderado de él un silencio fantasmal. Sin embargo, de manera gradual, se le había ido endureciendo el rostro hasta quedar petrificado en un ceño fruncido y amenazador. Muchas veces cerraba los puños con los brazos caídos, como si estuviera esperando que algo le diera un motivo para explotar.

Peter aprendió a evitar ser ese algo. Aprendió a mantenerse al margen.

El olor a grasa y a cebollas rancias era abrumador. Se filtraba por las paredes, surgía de la misma cama. Abrió la ventana.

La brisa de abril que penetró era fría. Pax nunca había pasado una noche solo a la intemperie, siempre había dormido en el corral. Peter hizo un esfuerzo por borrar la última imagen que tenía de él. Lo más probable era que no hubiera seguido al coche durante mucho tiempo. Pero la imagen del animal desplomándose sobre la gravilla de la cuneta, desconcertado, era todavía más dolorosa.

A Peter lo carcomía la ansiedad. A lo largo de todo el día, durante todo el viaje, la había estado notando. Solía comparar esta ansiedad con una serpiente que acechaba en la oscuridad, lista para lanzarse sobre su columna vertebral, susurrando una burla que ya le resultaba familiar. «No estás donde deberías estar. Va a suceder algo malo porque no estás donde deberías estar.» Bajó de la cama y sacó la lata de galletas de la parte inferior. Pescó la foto de su padre, que rodeaba tranquilamente con el brazo el cuello blanco y negro de su perro. Como si no hubiera pensado nunca en la posibilidad de perderlo.

«Inseparables.» No le había pasado por alto el punto de orgullo que había permeado la voz de su abuelo cuando lo decía. Claro que estaba orgulloso. Había criado a un niño leal y responsable. Un niño que sabía que él y su animal eran inseparables. De pronto, la palabra misma parecía una acusación. Porque entonces, Pax y él, ¿qué eran?… ¿Separables?

Y, sin embargo, no lo eran. En realidad, algunas veces, Peter había tenido la extraña sensación de que Pax y él se fundían el uno con el otro. Lo empezó a notar la primera vez que sacó a Pax al exterior. El zorro había visto un pájaro y había tirado de la correa, temblando como si hubiera sufrido una descarga eléctrica, y Peter había visto el pájaro a través de los ojos de Pax, el milagroso vuelo de relámpago, la libertad y la velocidad imposibles. Había notado los temblores por todo el cuerpo, en su propia piel, y los hombros quemando como si ansiaran tener alas.

Aquella tarde había vuelto a pasar. Había visto alejarse el coche como si fuera él quien se quedara. El corazón se le había acelerado de pánico.

Las lágrimas volvieron a aparecer, y Peter las aplastó con unos golpes llenos de frustración. Su padre había dicho que eso era lo que debía hacer. «La guerra está al caer. Todo el mundo tendrá que hacer sacrificios. Tengo que alistarme, es mi deber. Y tú tendrás que irte de aquí.» Por descontado, él ya lo esperaba. Las familias de dos de sus amigos habían recogido sus cosas y se habían ido en cuanto llegaron los rumores de la evacuación. Lo que no esperaba era el resto. «Y en cuanto al zorro… Bueno, de todos modos ya ha llegado el momento de devolverlo al bosque.»

Un coyote aulló en ese instante, tan cerca que Peter estuvo a punto de pegar un bote. Otro le contestó, y luego un tercero. Peter se incorporó y cerró la ventana de golpe, pero ya era demasiado tarde. Los ladridos y los aullidos, con todo lo que conllevaban, se le habían incrustado en la cabeza.

Peter tenía dos malos recuerdos asociados a su madre. También tenía muchos buenos, y a menudo recurría a ellos para reconfortarse, aunque tenía miedo de que se desvanecieran si los exponía tanto. Los malos, en cambio, los tenía bien guardados. Hacía todo lo posible para mantenerlos bajo tierra. Ahora los coyotes le rondaban la cabeza, desenterrando uno de ellos.

Cuando tenía unos cinco años, había encontrado a su madre plantada ante un bancal de tulipanes rojos. La mitad de ellos estaban tiesos, llamando la atención, y la otra mitad estaban aplastados, con los pétalos arrugados.

—Los ha destrozado un conejo. Supongo que los tallos le debían de resultar deliciosos. Menudo diablillo.

Aquella noche, Peter había ayudado a su padre a colocar una trampa.

—No le haremos daño, ¿verdad?

—Claro que no. Solo lo cazaremos y lo dejaremos en el pueblo vecino. Que se coma los tulipanes de los demás.

El propio Peter había colocado el cebo, una zanahoria, y luego había suplicado a su padre que lo dejara dormir en el jardín para hacer guardia. Su padre había dicho que no, pero le había ayudado a ponerse el despertador para que fuera el primero en levantarse. En cuanto sonó, Peter corrió a la habitación de su madre, la tomó de la mano y la llevó afuera para enseñarle la sorpresa.

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La trampa yacía de costado, al fondo de un agujero recién cavado, a unos dos metros de la puerta. En el interior había una cría de conejo, muerta. El pequeño cuerpo no mostraba ni una sola marca, pero la jaula estaba toda arañada y mordisqueada, con la tierra de alrededor revuelta.

—Coyotes —dijo su padre, que acababa de llegar—. Deben de haberle dado un susto de muerte al intentar entrar. Y nosotros no nos hemos enterado.

La madre de Peter abrió la trampa y sacó de ella el cuerpecito inerte. Lo arrimó a su mejilla.

—Solo eran tulipanes. Unos cuantos tulipanes.

Peter encontró la zanahoria, que tenía un extremo mordisqueado, y la lanzó tan lejos como pudo. Después, su madre le puso el cuerpo del conejo entre las manos y fue a buscar una pala. Con un solo dedo, Peter le acarició las orejas, que se despegaban del rostro como si fueran helechos, las patas, milagrosamente pequeñas, y el suave pelaje del cuello, humedecido por las lágrimas de su madre.

Cuando volvió, su madre le acarició la cara, que ardía de vergüenza.

—No pasa nada. No podías saberlo.

Pero sí que pasaba. En adelante, durante mucho tiempo, cada vez que Peter cerraba los ojos, veía coyotes. Removiendo la tierra con sus garras, chasqueando la mandíbula. Se veía a sí mismo donde debería haber estado aquella noche: haciendo guardia en el jardín. Una y otra vez, se veía haciendo lo que debería haber hecho: levantarse de la cama, coger una piedra y lanzarla. Veía a los coyotes huyendo y desapareciendo en la oscuridad, y se veía a sí mismo abriendo la trampa para liberar al conejo.

Y cuando recordaba esto, la serpiente de la ansiedad golpeaba con tanta fuerza que Peter se quedaba sin aliento. No había estado en el lugar correcto la noche en que los coyotes mataron al conejo, y ahora tampoco estaba donde debía estar. Respiró hondo hasta llenar los pulmones y se incorporó como un rayo. Rompió la foto en dos pedazos y luego en dos más, y tiró los trozos bajo la cama.

Abandonar a Pax no había sido lo correcto.

Se puso de pie de un brinco: ya había perdido mucho tiempo. Sacó algunas cosas de la maleta, una camiseta de manga larga de camuflaje, una sudadera de lana, calzoncillos y calcetines. Lo metió todo en la mochila, menos la sudadera, que se ató a la cintura. La navaja en el bolsillo de los vaqueros. La cartera. Dudó un instante entre las botas de montaña y las zapatillas deportivas y se decidió por las botas, aunque no se las puso.

Miró alrededor, con la esperanza de encontrar una linterna o algún tipo de equipamiento para acampar. Aquella había sido la habitación de su padre cuando era pequeño, pero aparte de algunos libros en una estantería, estaba claro que su abuelo se había deshecho de todo. Al ver la lata de galletas se había llevado una buena sorpresa, la debía de haber pasado por alto. Peter recorrió con los dedos los lomos de los libros.

Un atlas. Lo sacó, sin poder creer la suerte que tenía, y lo hojeó hasta encontrar un mapa que mostraba la ruta que había recorrido con su padre. «Estarás a menos de quinientos kilómetros», había querido tranquilizarlo su padre un par de veces durante el viaje silencioso. «Me pediré un día de fiesta. Vendré a verte.» Peter sabía que eso no sucedería. En la guerra no había días de fiesta.

Además, no era a su padre a quien echaba de menos.

Y entonces vio algo en lo que no se había fijado: la carretera serpenteaba a lo largo de la ladera de una cordillera. Si continuaba recto en vez de seguir la carretera, ahorraría mucho tiempo, además de reducir el riesgo de que lo encontraran. Se dispuso a arrancar la página, pero luego pensó que no podía dejar una pista tan evidente a su abuelo. De modo que estudió el mapa durante un buen rato, y luego volvió dejar el atlas en el estante.

Casi quinientos kilómetros. Posiblemente recortaría ciento cincuenta tomando el atajo, por lo que quedarían algo más de trescientos. Si consiguiera caminar por lo menos cincuenta kilómetros al día, podría llegar en una semana o menos.

Habían dejado a Pax en la embocadura de una carretera de acceso que conducía a un molino abandonado. Peter había insistido en dejarlo en aquella carretera porque casi nadie la utilizaba (Pax no tenía ninguna experiencia con el tráfico) y porque había bosques y campos alrededor. Iría a buscar a Pax y lo encontraría, esperándolo, al cabo de siete días. Evitaría pensar en las cosas que podían suceder a un zorro domesticado durante aquellos siete días. No, Pax lo esperaría al borde de la carretera, en el punto exacto donde lo había dejado. Seguro que tendría hambre, y probablemente estaría asustado, pero se encontraría bien. Peter lo llevaría a casa. No los moverían de allí. Que intentaran llevárselo, esta vez. Eso era lo que debía hacer. Pax y él. Inseparables.

Volvió a repasar la habitación con la mirada, resistiéndose a la urgencia de echar a correr. No podía permitirse ningún error. La cama. Sacó la manta, arrugó las sábanas y golpeó el cojín hasta que pareció que había dormido en ella. Sacó de la maleta la foto de su madre que solía guardar en el armario (la que le habían tomado el día de su último cumpleaños, sosteniendo una cometa fabricada por Peter, y sonriendo como si nunca hubiera tenido un presente mejor) y la metió en la mochila.

Después, sacó las cosas de ella que había escondido durante años en un cajón de su habitación. Los guantes de jardinería, todavía manchados con la última tierra que había tocado; una caja de su té favorito, que ya había perdido el aroma a menta; las medias gruesas y de rayas de colores que se ponía en invierno. Tocó todos los objetos, deseando poder llevárselos a casa, al lugar al que pertenecían, y enseguida eligió el más pequeño (una pulsera de oro con un amuleto esmaltado en forma de fénix que solía llevar cada día) y lo metió en la mochila, junto a la foto.

Peter dio un último repaso a la habitación. Vio la pelota y el guante de béisbol, fue hacia el armario y los metió en la mochila. No pesaban demasiado, y querría tenerlos cuando llegara a su casa. Además, se sentía mejor si los llevaba consigo. Entonces abrió suavemente la puerta y caminó de puntillas hacia la cocina.

Dejó la mochila sobre la mesa de roble, y a la luz tenue de encima de los fogones empezó a empaquetar provisiones. Una bolsa de pasas, un paquete de galletas saladas, un frasco medio vacío de mantequilla de cacahuete. Pax sería capaz de salir de cualquier escondrijo por un poco de mantequilla de cacahuete. Sacó de la nevera un paquete de finas lonchas de queso y dos naranjas. Llenó el termo de agua y luego registró los cajones hasta que encontró cerillas, que envolvió en papel de aluminio. Bajo el fregadero hizo dos buenos hallazgos: un rollo de cinta aislante y un paquete de bolsas de basura grandes. Una lona le hubiera convenido más, pero cogió dos bolsas agradecido y cerró el paquete.

Finalmente, arrancó una hoja de papel de la libreta que había junto al teléfono y empezó a escribir una nota: QUERIDO ABUELO. Peter observó las palabras por un instante, como si estuvieran en un idioma extranjero, y luego arrugó el papel y empezó una nueva nota. HE SALIDO TEMPRANO. QUERÍA EMPEZAR LA ESCUELA CON BUEN PIE. NOS VEMOS ESTA NOCHE. Esta página también se la quedó mirando, preguntándose si le haría parecer tan culpable como se sentía. GRACIAS POR TODO, PETER, añadió por fin. Puso la nota bajo el salero y salió de la casa.

En el camino de entrada enladrillado, se puso la sudadera y se agachó para abrocharse las botas. Se levantó y se encajó la mochila a la espalda. Luego dedicó un momento a mirar a su alrededor. La casa que estaba abandonando parecía más pequeña que cuando había llegado, como si ya estuviera retrocediendo hacia el pasado. Al otro lado de la calle, las nubes se desplazaban resiguiendo el horizonte, y una media luna emergió de pronto, iluminando la carretera que le esperaba.

cap-3

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Pax tenía hambre y frío, pero si se había despertado era por la sensación de que necesitaba cobijo. Parpadeó y se echó lentamente hacia atrás. Lo que parecían los barrotes confortables de su corral se quebraron con un crujido. Giró en redondo y descubrió el cobertizo de cañas de algodoncillo contra el cual se había acurrucado unas horas antes.

Pax no estaba acostumbrado a estar solo. Había nacido en una revoltosa camada de cuatro, pero su padre había desaparecido antes incluso de que los cachorros hubieran asimilado su olor. Poco después, una mañana, su madre no había vuelto a casa. Uno tras otro, sus hermanos y hermana habían muerto, dejando el latido de un único corazón en la fría guarida hasta que el chico, Peter, lo había sacado de allí.

Desde aquel día, cuando el chico no estaba, Pax deambulaba por el corral hasta que Peter regresaba. Y por la noche siempre gimoteaba para que lo dejaran entrar en la casa, donde podría oír la respiración humana de su amigo.

Pax quería al chico, pero más allá de eso, se sentía responsable de Peter, necesitaba protegerlo. Cuando no podía cumplir este papel, sufría.

Pax se sacudió del lomo la lluvia de la noche y se dirigió a la carretera sin siquiera estirar los músculos rígidos, en busca del olor del chico.

No pudo encontrarlo, porque los vientos de la noche habían limpiado la tierra de cualquier rastro. Pero entre los cientos de olores que alzaba la brisa de primera hora de la mañana, halló algo que le recordó al chico: bellotas. A menudo Peter las había recogido a puñados y las había dejado caer sobre el lomo de Pax, riendo al ver cómo el animal se las quitaba de encima de una sacudida y luego las rompía con los dientes para comer el fruto. Ahora, sintió aquel olor familiar como una promesa, y trotó hacia él. Las bellotas estaban esparcidas por la base de un roble partido por un rayo a una cierta distancia, al norte del lugar donde había visto al chico por última vez. Mordisqueó algunas, pero en el interior solo encontró unas protuberancias resecas y mohosas. Entonces se situó sobre el tronco caído, con los oídos alerta para captar cualquier sonido que viniera de la carretera.

Mientras esperaba, Pax se lamió el pelaje, y encontró consuelo en el olor de Peter que encontró. Luego dirigió su atención a las patas delanteras, y limpió cuidadosamente las muchas heridas que tenía en las almohadillas.

Cuando estaba inquieto, Pax solía remover con las patas la tierra del corral. Solía dañarse las zarpas con el cemento duro que había por debajo, pero era incapaz de controlar la urgencia. La semana anterior, había excavado casi todos los días.

Cuando se hubo limpiado las patas, las dobló bajo el pecho y esperó. El aire de la mañana latía con los rumores de la primavera. Durante la larga noche, estos ruidos habían alarmado a Pax. La oscuridad total temblaba con el susurro de los merodeadores nocturnos, y hasta los ruidos de los propios árboles (las hojas que se desplegaban, la savia que atravesaba la madera nueva, los pequeños crujidos de la corteza al expandirse) lo habían sorprendido una y otra vez mientras esperaba a que Peter regresara. Por fin, cuando el alba había comenzado a platear el cielo, se había quedado dormido, tiritando.

Ahora, en cambio, los mismos ruidos parecía que lo llamaran. Agudizó mil veces las orejas sensibles, y estuvo a punto de salir a investigar. Pero entonces recordaba al chico y permanecía inmóvil. Los humanos tenían buena memoria, seguro que volverían a aquel punto. El problema era que dependían solo de la vista, pues el resto de los sentidos los tenían muy débiles, y por esta razón, si no lo veían cuando volviesen, eran capaces de irse sin él. Pax permanecería al lado de la carretera e ignoraría todas las tentaciones, incluyendo la fuerte urgencia que sentía de dirigirse hacia el sur, la dirección que según su instinto debía seguir para volver a su casa. Se quedaría en aquel lugar hasta que el chico lo fuera a buscar.

Por encima de él, un buitre sobrevolaba los árboles. Cazador perezoso, buscaba la forma inmóvil de la carroña. Cuando descubrió la figura rojiza del zorro, que estaba quieta pero no despedía ningún olor a descomposición, voló en círculos para investigar.

Sobre el terreno, Pax se alarmó de forma instintiva ante el aleteo tranquilo de la sombra en forma de V. Saltó del tronco y cavó un agujero en la tierra.

El suelo pareció responderle con un rumor distante, como el gruñido de un corazón. Pax se irguió al máximo, olvidando el peligro que venía del cielo. La última vez que había visto al chico, había notado unas vibraciones idénticas en aquella misma carretera. Corrió por la cuneta de grava hasta el punto exacto donde los humanos lo habían dejado.

Las vibraciones crecieron hasta convertirse en un rugido. Pax se incorporó sobre los cuartos traseros para ser visto. Pero no era el coche del chico. No era ningún coche. A medida que el vehículo se acercaba, al zorro le pareció tan grande como la casa donde vivían los humanos.

El camión era verde. No del verde flamante de los árboles que lo rodeaban, sino de un triste verde oliva, el color que la muerte podría vestir cuando viniera a llevarse a aquellos árboles. El mismo triste verde oliva del soldadito de juguete que el zorro había escondido entre las cañas de algodoncillo. El vehículo apestaba a gasoil y despedía el mismo olor de metal chamuscado que impregnaba la ropa nueva del padre del chico. Entre una nube de polvo y piedras que salían volando, el camión pasó de largo, seguido por otro y otro y otro más.

Pax se apartó brincando de la carretera. El buitre tomó altura y se alejó con un único golpe de alas.