Historia de una trenza

Anne Tyler

Fragmento

cap-1

1

Esto ocurrió en marzo de 2010, cuando la estación de ferrocarril de Filadelfia todavía tenía uno de esos paneles informativos en los que las vías de los distintos trenes se iban anunciando con rollos de letras que se sucedían en el panel con un clic clac. Serena Drew estaba plantada delante del panel, esperando muy atenta a que apareciera el siguiente tren con destino a Baltimore. ¿Por qué tardaban tanto en indicar el andén en aquella estación? En Baltimore informaban a la gente con mucho más tiempo.

Al lado tenía a su novio, que estaba bastante más relajado. Tras echar un único vistazo al panel informativo, se puso a mirar el móvil. Negó con la cabeza al leer un mensaje y luego pasó al siguiente.

Volvían de compartir la comida del domingo en casa de los padres de James. Acababa de presentarles a Serena. La joven se había pasado dos semanas nerviosa al respecto, barajando qué ponerse (al final había elegido unos vaqueros y un jersey de cuello alto: el atuendo obligatorio de los estudiantes de posgrado, para que no pareciera demasiado deliberado) y devanándose los sesos en busca de posibles temas de conversación. Pero las cosas habían ido considerablemente bien, pensó. Los padres de él la habían recibido con calidez y la habían invitado enseguida a que los llamara George y Dora, y la madre era tan parlanchina que no había faltado conversación en ningún momento. «La próxima vez —le había dicho a Serena en la sobremesa—tienes que conocer a las hermanas de James y a sus mariditos y a sus retoños. Es que no queríamos abrumarte en la primera visita».

«La próxima vez». «Primera visita». Le había sonado esperanzador.

Sin embargo, en ese instante Serena era incapaz de evocar esa sensación de triunfo. Se había quedado sin fuerzas de puro alivio; se sentía como un trapo de cocina estrujado.

James y ella se habían conocido a principio de curso. James era tan guapo que Serena se había sorprendido cuando él le había propuesto ir a tomar un café después de clase. Era alto y delgado, con el pelo castaño y abundante y la barba muy recortada. (Serena, por el contrario, estaba rellenita y se recogía el pelo en una cola casi del mismo tono beis que su piel). En los seminarios, James solía recostarse en la silla sin tomar notas ni dar muestra de prestar atención, pero de pronto soltaba algo inesperadamente avispado. Serena temía que él la encontrase aburrida en comparación. No obstante, cuando comenzaron a charlar, congeniaron enseguida. Fueron a ver muchas películas y a cenar a restaurantes baratos; y los padres de ella, que vivían en la ciudad, ya lo habían invitado a cenar varias veces a su casa y decían que les caía muy bien.

La estación de Filadelfia imponía más que la de Baltimore. Era inmensa, con un techo increíblemente alto de color café y lámparas de cristal que recordaban a rascacielos invertidos. Incluso los pasajeros parecían cortados con un patrón superior al de los pasajeros de Baltimore. Serena vio a una mujer a la que seguía su propio mozo, que empujaba un carrito lleno de maletas, todas a juego. Mientras admiraba el equipaje (reluciente piel marrón oscura, con acabados de cobre), se fijó por casualidad en un joven trajeado que se detuvo para dejar paso al carrito.

—Ay —dijo Serena.

James levantó la vista del móvil.

—¿Qué?

—Creo que es mi primo —comentó en voz baja.

—¿Quién?

—El tío del traje.

—¿«Crees» que es tu primo?

—No estoy segura del todo.

Escudriñaron al hombre. Parecía mayor que ellos, pero no mucho. (Tal vez se debiera al traje). Tenía el mismo pelo apagado que Serena y unos labios muy perfilados, pero mientras que los ojos de ella presentaban el habitual azul de la familia Garrett, los de ese joven eran de un gris pálido casi etéreo, que destacaba incluso a varios metros de distancia. Estaba quieto, se había quedado mirando el panel informativo, aunque el carrito del equipaje ya había pasado.

—Podría ser mi primo Nicholas —dijo Serena.

—Quizá solo se parezca a él —contestó James—. En mi opinión, si de verdad fuese él, lo sabrías.

—Bueno, es que hace mucho que no nos vemos. Es el hijo de David, el hermano de mi madre; viven aquí, en Filadelfia.

—¿Por qué no vas a preguntárselo?

—Es que si me he confundido, quedaré como una boba —dijo Serena.

James la miró con los ojos entrecerrados, incrédulo.

—Bueno, da igual. Ahora ya es tarde —dijo la joven, porque saltaba a la vista que, fuera quien fuese, ya había averiguado lo que necesitaba saber.

El hombre se dio la vuelta y se dirigió a la otra punta de la estación, recolocándose en el hombro el asa de la pequeña bolsa de viaje. Mientras, Serena se concentró de nuevo en el tablón.

—¿Por qué andén suele salir? —preguntó—. Quizá podríamos arriesgarnos e ir a ese.

—A ver, el tren no va a salir al minuto de anunciarlo —le dijo James—. Primero habrá que hacer cola en el rellano de la escalera y esperar un rato.

—Sí, pero me preocupa que no podamos sentarnos juntos.

Él le dedicó esa sonrisa de ojos entornados que tanto le gustaba y que venía a decir: «Ay, no tienes remedio».

—De acuerdo, me estoy precipitando —dijo Serena.

—En cualquier caso —dijo James cambiando de tema—, aunque haga tiempo que no os veis, supongo que reconocerías a tu propio primo.

—¿Tú reconocerías a todos tus primos, así de repente? —preguntó ella.

—Sí.

—¿En serio?

—¡Pues claro!

Pero Serena se percató de que James ya había perdido interés en la conversación. Su novio echó un vistazo hacia el puesto de comida que había en la pared de enfrente.

—Me tomaría un refresco —comentó.

—Puedes comprarlo en el tren.

—¿A ti te apetece algo?

—Esperaré hasta que subamos al tren.

Pero él no lo pilló.

—Guarda sitio para los dos, si anuncian el andén mientras voy a comprar, ¿vale?

Y se puso en marcha sin pensarlo más.

Era la primera vez que hacían una escapada juntos, aunque fuese en el día. A Serena le decepcionaba un poco que él no compartiera sus nervios por el viaje.

En cuanto se quedó sola, sacó el neceser de la mochila y se miró la boca en el espejo. De postre habían tomado una especie de crumble de frutas con nueces troceadas por encima y notaba que se le había quedado alguna entre los dientes. En otras circunstancias, se habría excusado después de comer y habría ido al cuarto de baño, pero el tiempo había volado —«¡Ay, ay, ay! ¡Que perdéis el tren!», había dicho Dora— y todos habían salido en tropel rumbo a la estación; el padre de James conducía y James se había sentado a su lado, mientras que Dora y Serena iban juntas detrás. Así, como había dicho Dora, «las chicas podremos hablar de nuestras cosas». Había sido entonces cuando le había dicho que tenía que conocer a las hermanas de James. «Cuéntame —había añadido—. ¿Y tú cuántos hermanos tienes?».

«Eh…, solo uno —había respondido Serena—. Pero ya era mayor cuando yo nací. Me habría encantado tener hermanas». Y nada más decirlo se había ruborizado, porque tal vez había sonado como si hablase de casarse con James para entrar en su familia o algo así.

Dora le había sonreído con picardía y había alargado el brazo para darle unas palmaditas en la mano.

Sin embargo, Serena lo había dicho en sentido literal. Desde la comodidad del pequeño hogar de sus padres, había envidiado a sus amigas del colegio con sus hordas de parientes remezclados montando jaleo, entre risas y peleas por conseguir espacio y atención. Algunas hasta tenían hermanastros, y madrastras y padrastros a quienes podían elegir a su antojo y culpar de todo si las cosas no salían bien, como la gente rica que tira comida en buen estado mientras los malnutridos la observan anhelantes desde la periferia.

Bueno, espera y verás, solía decirse. ¡Espera hasta que veas qué pinta tiene tu futura familia!

Según el panel informativo, el tren a Baltimore iba con cinco minutos de retraso. Probablemente eso significaba quince. Y seguían sin anunciar el andén. Serena se volvió para buscar a James con la mirada. Ahí estaba, gracias a Dios, caminando hacia ella con una bebida en la mano. Y a su lado, aunque un paso por detrás, estaba el hombre que podía ser su primo. Serena parpadeó dos veces.

—¡Mira a quién me he encontrado! —exclamó James al llegar.

—¿Serena? —preguntó el hombre.

—¿Nicholas?

—¡Hey, hola! —contestó e hizo ademán de tenderle la mano, pero luego cambió de opinión y se inclinó hacia delante para darle un torpe abrazo de medio lado.

Olía a algodón recién planchado.

—¿Qué haces tú por aquí? —le preguntó Serena.

—Voy a coger un tren a Nueva York.

—Ah.

—Tengo una reunión mañana temprano.

—Ah, ya veo. —Serena supuso que era una reunión de negocios. No tenía ni idea de a qué se dedicaba su primo—. ¿Qué tal tus padres?

—Están bien. Bueno, van tirando, claro. Mi padre está pendiente de que le pongan una prótesis de cadera.

—Ay, qué rollo —comentó Serena.

—¿Te cuento qué ha pasado? —dijo James a su novia mientras iba alternando el peso entre los talones y las puntas de los pies—. Le he visto junto al quiosco, así que me he parado unos pasos por detrás y he dicho en voz muy baja: «¿Nicholas?».

Parecía encantado con su propia ocurrencia.

—Al principio pensaba que eran imaginaciones mías —dijo Nicholas—. He mirado de reojo, sin volver la cabeza…

—Cuando alguien oye su nombre, reacciona antes —añadió James—. Seguramente no me habrías oído si hubiera dicho «Richard», por ejemplo.

—A mi madre también le está dando guerra la cadera —le dijo Serena a Nicholas—. Tal vez sea genético.

—Tu madre es… ¿Alice?

—No, Lily.

—Ay, sí. Perdona. Creo que me senté a tu lado en el funeral del abuelo Garrett, ¿verdad?

—No, esa era Cande.

—¿Tengo una prima que se llama Cande?

—¡Menudo par! —exclamó James, que no daba crédito.

—En realidad, se llama Kendall —siguió Serena, pasando por alto el comentario de su novio—. Pero cuando estaba aprendiendo a hablar, le costaba mucho decir su nombre.

—Pero entonces sí fuiste, ¿no? —preguntó Nicholas.

—¿Al funeral? Sí, sí.

Había ido, pero entonces tenía doce años. Y él debía de tener… A saber, quince o dieciséis; un mundo de distancia en aquella época. Serena no se había atrevido a dirigirle la palabra. Lo había observado desde lejos cuando estaban a la salida del tanatorio: esa expresión contenida y esos ojos gris pálido. Había heredado los ojos de su madre, Greta, una mujer distante con cojera y acento extranjero o, por lo menos, un acento que no era de Baltimore. Serena recordaba muy bien aquellos ojos.

—Se suponía que íbamos a comer todos juntos después del funeral —le dijo Nicholas—, pero mi padre tuvo que volver para una función del colegio.

—Hablando de volver… —interrumpió James. Señaló con el pulgar el tablón informativo que tenían encima—. Deberíamos ir al andén número cinco.

—Ay, sí. Bueno, es hora de irnos —comentó Serena mirando a Nicholas—. ¡Me alegro mucho de haberte visto!

—Sí, yo también me alegro de verte —contestó él.

Sonrió a su prima y luego levantó la palma para despedirse de James, antes de darse la vuelta para alejarse.

—Saluda a tu familia de mi parte, ¿de acuerdo? —dijo Serena.

—Claro —respondió.

Serena y James lo siguieron con la mirada un momento, aunque ya se estaba formando una cola junto al cartel del andén número cinco.

—Tengo que reconocer —dijo él al fin— que tu familia le da un significado totalmente nuevo a la expresión «primos lejanos».

Al final resultó que su tren no iba tan lleno. No tardaron en encontrar dos asientos contiguos: Serena junto a la ventanilla y James en el lado del pasillo. Él abrió la bandeja del asiento y colocó el vaso encima.

—Y ahora… ¿quieres un refresco? —le preguntó—. Creo que ya han abierto la cafetería.

—No, gracias.

Observó al resto de los pasajeros que desfilaban por el pasillo: una mujer azuzando a dos niños pequeños que se entretenían delante de ella; otra que sudaba tinta para colocar la maleta en el compartimento superior, hasta que James se levantó a echarle una mano.

—Se parece un poco a ti —comentó James en cuanto volvió a sentarse—, pero nunca lo habría reconocido en medio de la multitud.

—¿Perdona? Ah, Nicholas —dijo Serena.

—¿Qué pasa? ¿Tienes todo un regimiento de primos?

—No, solo, eh…, cinco —contestó ella después de contar mentalmente—. Todos por parte de la familia Garrett. Mi padre era hijo único.

—Yo tengo once.

—Muy bien, pues qué suerte —dijo Serena medio en broma.

—Aun así, reconocería a todos ellos si me los encontrara por casualidad en una estación de tren.

—Sí, pero es que nosotros estamos muy desperdigados. El tío David, aquí arriba, en Filadelfia; la tía Alice, en un pueblo de Baltimore, en vez de en la ciudad…

—¡Uau! ¡Claro, en un pueblo perdido del mismo estado, qué lejos! —James le dio con el codo en las costillas.

—Me refiero a que únicamente nos vemos en bodas, funerales y cosas así —insistió Serena. Hizo una pausa y reflexionó—: Y ni siquiera en todos. Pero no sé por qué, la verdad.

—Tal vez haya algún oscuro secreto perdido en el pasado de la familia.

—Puede.

—Quizá tu tío sea republicano. O tu tía pertenezca a alguna secta.

—Basta ya… —dijo Serena, y se echó a reír.

Le gustaba sentarse a su lado como en ese instante: con el reposabrazos levantado de modo que sus cuerpos se tocaran. Llevaban ocho meses saliendo, pero a Serena, James aún le parecía una caja de sorpresas y no algo que diera por sentado.

El tren dio una sacudida preliminar y los últimos pasajeros se acomodaron a toda prisa. «Buenas tardes —dijo un revisor por megafonía—. El tren número…». Serena sacó el billete de la mochila. Al otro lado de la ventanilla, el andén oscurecido quedó atrás y emergieron a la luz del día; el vehículo tomó velocidad; varias estructuras de cemento semiderruidas pasaron por delante, cubiertas hasta el último resquicio de grafitis que parecían gritos.

—Bueno, ¿qué te han parecido mis padres? —le preguntó James.

—¡Me han encantado! De verdad. —Dejó que transcurriera una pausa—. ¿Crees que yo les he caído bien? —preguntó al fin.

—¡Por supuesto! ¿Cómo no ibas a caerles bien?

La respuesta no le resultó tan satisfactoria como esperaba. Al cabo de un rato, Serena insistió:

—¿Qué les ha gustado de mí?

—¿Eh?

—Me refiero a si te han dicho algo…

—No han tenido ocasión de hacerlo, pero lo he notado.

Serena dejó que transcurrieran otros segundos de silencio.

—Pareja, ¿os habéis montado en Filadelfia? —preguntó el revisor, erguido como una torre ante ellos.

—Sí, señor —dijo James.

Recogió el billete de Serena y se lo tendió al hombre junto con el suyo.

—Mi madre ha tirado la casa por la ventana con la comida —dijo James en cuanto se marchó el revisor—. Ese plato de pollo es su especialidad. Está muy orgullosa de él y solo lo sirve cuando tienen invitados especiales.

—Bueno, estaba delicioso —dijo Serena.

—Y mi padre me ha preguntado en el coche si creía que te tendría pegada una buena temporada.

—¿Si me tendrías…?

—Yo le he dicho: «Tiempo al tiempo. Ya se verá, ¿no?».

Otro codazo en las costillas y una mirada maliciosa de soslayo.

Durante el postre, su madre había sacado el álbum familiar y le había enseñado a Serena fotos de cuando James era pequeño. (Era una preciosidad). James había sonreído a Serena a modo de disculpa, pero luego se había puesto también a verlo, atento a todo lo que se decía de él.

«Hasta la adolescencia, solo quería comer cosas blancas», había dicho su madre.

«Qué exagerada», había dicho James.

«Es un milagro que no pillara el escorbuto».

«Ahora parece bastante sano», había dicho Serena.

Y Dora y ella habían mirado a James y habían sonreído.

Su tren iba ganando velocidad por una tierra yerma de rasposos hierbajos amarillos, pilas de cocina oxidadas, ruedas de tractor y bolsas de la compra de plástico azul, infinidad de bolsas de plástico azul.

—Si fueras extranjero —le dijo Serena— y acabases de aterrizar en este país y cogieses un tren dirección sur, dirías: «¿Esto es Estados Unidos? ¿Esta es la Tierra Prometida?».

—Vaya, mira quién fue a hablar —contestó James—. Ni que Baltimore fuese el paraíso de los paisajes.

—No, me refería a… Hablaba de toda la ruta Amtrak —dijo Serena—. El Corredor Noreste.

—Ah.

—No pensaba que fuese una competición —comentó ella con tono burlón.

—Bueno, sé lo arrogantes que sois los de Baltimore —dijo James—. Sé que clasificáis a la gente según a qué instituto fue. Y luego acabáis casándoos con alguien que fue al mismo instituto que vosotros.

Serena miró a derecha e izquierda con mucha afectación.

—¿Ves a alguien de mi instituto sentado a mi lado? —preguntó.

—Ahora mismo no —admitió él.

—¡Pues eso!

Serena esperó, curiosa por ver qué diría él a continuación, pero James no siguió con el tema y durante un rato viajaron en silencio. A su espalda, una mujer hablaba por teléfono con voz suave y persuasiva.

—Bueno, entonces ¿cómo estás, eh? —oyó Serena que preguntaba. Y luego, tras una pausa—: Venga, cariño. Vamos. Anímate a contarme qué te pasa. Algo te ocurre, te lo noto en la voz.

—Solo fíjate en el pobre Nicholas —dijo de repente James sin que viniera a cuento—. Su padre se muda con él fuera de Baltimore y el resto de la familia deja de hablarles.

—¡No hemos sido nosotros! —replicó Serena—. Son ellos. En realidad, es el tío David. Mi madre dice que no lo entiende. Según ella, de pequeño era muy extrovertido. La tía Alice era un poco aguafiestas, pero el tío David era uno de esos niños radiantes, todo felicidad e ilusión. Y ahora mira: se marchó antes de tiempo en el funeral de su propio padre.

El funeral del «abuelo», lo había llamado Nicholas: «el funeral del abuelo Garrett». ¡Pero a su yayo nunca lo habían llamado «abuelo»! ¿Cómo es posible que Nicholas no lo supiera?

—Y luego tu tía —continuó James—. Lo más lejos que se ha desplazado es a un pueblo del condado de Baltimore, pero, no, no. Ni hablar. Le retiraremos la palabra para siempre.

—No seas tonto… Si nos pasamos el día hablando con ella —dijo Serena, exagerando solo un poco.

No sabía por qué se había puesto tan a la defensiva. Sería el estrés, supuso. El estrés de conocer a los padres de él.

Cuando por fin habían sacado el tema de ese viaje, la idea inicial había sido ir a pasar todo el fin de semana. James le había hablado de dónde hacían los mejores sándwiches de carne y queso típicos de Filadelfia y le había preguntado si le apetecería ir al museo.

«Te encantará la Cámara de los Horrores», le había dicho.

«¿Cámara de los Horrores?».

«Así es como llama mi familia a mi dormitorio».

«Oh. Ah».

«Pósteres de los Eagles por toda la pared. Migas de bocadillos de 1998 debajo de la cama».

«Pero… no nos quedaremos allí, ¿verdad?», le había preguntado Serena.

«¿Quedarnos?».

«Me refiero a que… no dormiremos en la Cámara de los Horrores, ¿no?».

«Hey. Era broma. Bueno, por lo menos lo de las migas debajo de la cama. Creo que mi madre pasó la aspiradora por allí cuando me marché de casa».

«Pero yo dormiría en la habitación de invitados», afirmó Serena, aunque en realidad era una pregunta.

«¿Tú quieres quedarte en la habitación de invitados?».

«Bueno, sí».

«¿No quieres dormir conmigo en mi habitación?».

«Delante de tus padres, no», había contestado Serena.

«Delante de mis… —repitió James. Se detuvo a media frase—. Mira, te garantizo que dan por hecho que tú y yo nos acostamos. ¿Crees que se escandalizarían?».

«Me da igual lo que den por hecho o no. Es solo que no me gusta hacerlo tan público cuando es el día que me los vas a presentar».

James se la había quedado mirando un momento.

«Porque tienen habitación de invitados, ¿verdad?», había preguntado Serena.

«Sí, claro».

«Entonces ¿dónde está el problema?».

«Es que parece un poco… artificial, darnos las buenas noches en el distribuidor del piso de arriba e irnos cada uno a un cuarto», dijo James.

«Bueno, pues lo siento», contestó tensa Serena.

«Además, ¡te echaré de menos! Y mis padres se quedarán a cuadros. “Madre mía”, dirán. “¿Es que estos críos no saben lo que es el sexo?”».

«¡Calla! —había dicho Serena, porque estaban sentados en la biblioteca, donde cualquiera podía oírlos. Había echado un vistazo por la sala y luego se había inclinado sobre la mesa para acercarse a él—. Entonces iremos solo a pasar un domingo», había añadido en voz más baja.

«¿Y eso a qué viene?».

«Les diremos que tenemos los sábados muy ocupados, así que vamos a ir a verlos un domingo, y como yo tengo clase los lunes por la mañana, tendremos que hacer el viaje en el día».

«Por Dios, Serena. ¿Me estás diciendo que vamos a hacer semejante trayecto solo para unas horas? ¿Únicamente por fingir que en realidad no somos una pareja en condiciones?».

Sin embargo, eso era lo que habían acabado haciendo. Serena se había salido con la suya.

Sabía que lo había decepcionado. Seguramente James pensaba que era una hipócrita, pero, aun así, ella sentía que había tomado la decisión correcta.

Ya se acercaban a Wilmington. Las casas desperdigadas y de aspecto abandonado iban dando paso progresivamente a limpios edificios de oficinas blancos. El revisor pasó por el vagón recogiendo restos de billetes de tren de las ranuras superiores de algunos asientos.

—Por ejemplo, piensa en lo que dijo tu madre sobre mi cuñado —soltó James de improviso.

—¿Qué? ¿De qué estás hablando?

—Sí, la primera vez que fui a cenar a casa de tus padres, ¿te acuerdas? Le dije a tu madre que uno de mis cuñados era de Baltimore y me preguntó: «Ah, pero ¿cómo se llama?». Y le contesté: «Jacob Rosenbaum, pero todo el mundo lo llama Jay». «Ah. Rosenbaum: seguro que es de Pikesville», comentó. «Allí es donde viven casi todos los judíos».

—Bueno, para algunas cosas mi madre vive en otra época —dijo Serena.

James la miró con reproche.

—¿Qué? —preguntó a su novio—. ¿Estás diciendo que es antisemita?

—Solo digo que a veces Baltimore es tipo «nosotros y ellos», nada más.

—¿Aún sigues con lo de Baltimore?

—Solo quería tomarte un poco el pelo.

—Puede que la familia de tu cuñado sí que viviera en Pikesville, desde luego —dijo Serena—. Pero también podrían vivir en Cedarcroft, puerta con puerta con mis padres. No es que nuestros barrios estén «segregados» ni nada por el estilo.

—No, claro, ya lo sé —se apresuró a decir James—. Solo me refería a que me da la impresión de que los de Baltimore tienden a… encasillar.

—Los seres humanos tienden a encasillar.

—Bueno, vale…

—Y ¿qué opinas de lo que ha dicho tu madre cuando estábamos a punto de marcharnos? —preguntó Serena.

—¿Eh?

—Me ha soltado: «La próxima vez deberíais quedaros a pasar el fin de semana. ¡Venid para Semana Santa! Entonces nos reunimos todos, así verás lo que es tener una gran familia».

Sin querer, Serena había adoptado un tono alegre y parlanchín de ama de casa, aunque en realidad Dora no hablaba en absoluto de ese modo. Y James lo pilló; la perforó con la mirada al instante.

—¿Y qué tiene de malo? —preguntó.

—Me ha sonado un poco condescendiente, nada más —contestó Serena—. Tipo: «Ay, pobrecita Serena. Nosotros somos los que tenemos una auténtica familia. Vosotros sois de esas familias pequeñas, de pega».

—No ha dicho «auténtica familia». Tú misma has dicho que dijo «gran familia».

Serena no se lo rebatió, pero bajó las comisuras de los labios.

«Nosotros somos los que tenemos una familia amplia y abierta; vosotros sois la pobre familia pequeña y cerrada». Eso era lo que había querido decir Dora con su comentario, aunque Serena no pensaba seguir discutiendo con James sobre el tema.

El problema de las familias amplias y abiertas era que había algo muy cerrado en su actitud hacia las familias no tan abiertas.

El tren empezó a frenar.

«¡Wilmington! —se oyó por megafonía—. Señores pasajeros, salgan con cuidado. Por favor, comprueben que llevan todas sus…». Por la ventanilla, Serena vio aparecer el resplandeciente andén iluminado por el sol, salpicado de pasajeros de aspecto tan entusiasmado y con tantas ganas de montarse que parecía que subirse a ese tren fuera la mayor ilusión de su vida.

Serena pensó en el regalo de Navidad que sus padres le habían hecho a James. El joven había ido a cenar con ellos la víspera de su vuelta a casa para pasar las vacaciones navideñas y, cuando se sentó a la mesa, descubrió que había una caja estrecha y plana envuelta en papel de regalo esperando sobre su plato vacío. Serena se había removido, algo azorada. Por favor, que no sea algo demasiado personal, demasiado… ¡comprometedor! Incluso James parecía incómodo. «¿Para mí?», había preguntado. Pero cuando lo abrió, Serena se sintió aliviada. Dentro había unos calcetines de un color naranja vivo. En la parte superior tenían una franja negra en la que ponía ORIOLES DE BALTIMORE, con la mascota del equipo de béisbol dibujada en el centro.

«Ahora que vives en Baltimore —había aclarado el padre de Serena—, se nos ha ocurrido que deberías vestir como manda la tradición. Pero no queríamos que tuvieras problemas con tu familia en Filadelfia, así que hemos elegido un par de calcetines, porque ocultan las pruebas salvo que te subas el bajo del pantalón».

«Qué considerados», había dicho James, para luego insistir en ponérselos de inmediato y caminar descalzo por el comedor antes de que empezaran a cenar.

No tenía ni idea de que, en realidad, ni el padre ni la madre de Serena eran fans del deporte. Lo más probable era que fuesen incapaces de nombrar a un solo jugador de los Orioles (o de los Ravens, ya puestos). A Serena casi se le rompió el corazón al pensar en el enorme esfuerzo que habrían hecho para dar con ese regalo para él.

—Oye —dijo James a su lado.

Serena no respondió.

—Oye, Reenie.

—¿Qué?

—¿Ahora vamos a ponernos a discutir sobre nuestras familias?

—Yo no estoy discutiendo.

El tren dio una sacudida y se puso en marcha de nuevo. Un hombre con un maletín en la mano y aire desorientado recorrió el pasillo. En el asiento de detrás, la mujer con la voz seductora dijo:

—Bueno, cariño. El martes lo hablamos con dirección, ¿me oyes?

—No puedo creer que siga al teléfono —murmuró Serena mirando a James.

Él tardó un momento en contestar.

—Pues yo no puedo creer que sea una llamada de trabajo —murmuró a su vez—. ¿Lo habrías adivinado?

—Jamás.

—Para que luego digan que las mujeres de negocios se comportan igual que los hombres.

—Oye, oye, no seamos sexistas —dijo Serena entre risas.

James acercó el brazo a la mano de su novia y entrelazó los dedos.

—Admitámoslo, los dos hemos estado bajo presión, ¿a que sí? ¡Los padres pueden ser un tostón!

—¡Dímelo a mí! —exclamó Serena.

Siguieron viajando en un silencio cómodo durante un rato.

—¿Has oído lo que ha dicho mi madre sobre la barba que llevo? —preguntó de repente James—. Eso sí que es soltar una pulla.

—¿Qué ha dicho?

—Cuando te estaba enseñando el álbum de fotos. Llega a la época del instituto y dice: «Aquí está James el día de la graduación. ¿A que está guapo? Era antes de dejarse barba». No para de dar la brasa con mi barba. No la soporta.

—Bueno, es madre —le dijo Serena—. A las madres nunca les gusta la barba.

—La primera vez que llegué a su casa con barba, en el primer año de carrera, mi padre me ofreció veinte dólares por afeitármela. «¿Tú también?», le pregunté. «Pero ¿esto qué es?». Me contestó: «Personalmente no tengo nada contra las barbas, pero tu madre dice que echa de menos ver esa cara tuya tan atractiva». «Muy bien. Pues si quiere verme la cara, que repase las fotos antiguas», le dije.

—Bueno, la verdad es que sí estabas muy atractivo en la foto de la graduación —comentó Serena.

—Pero no opinas que deba afeitarme la barba, ¿verdad?

—No, no. Me gusta así. —Le apretujó la mano—. Aunque ha estado bien ver la versión anterior.

—¿Por qué?

—Bueno, ahora ya sé qué cara tienes.

—¿Tenías miedo de cómo sería mi cara?

—No es que tuviera miedo, pero… En fin, siempre había pensado que si, digamos, cuando era adulta conocía a mi futuro esposo y resultaba que tenía barba, le preguntaría si no le importaba quitársela una vez antes de la boda.

—¡¡Quitársela!!

—Solo una vez. Un par de minutos, nada más, para que pudiera verle la cara, y luego podría volver a dejársela crecer.

James le soltó la mano y se apartó para mirarla a la cara.

—¿Qué? —preguntó Serena.

—¿Y qué habría pasado si él se negaba? ¿Qué habrías hecho si hubiera dicho: «Yo soy así: un tío con barba. O me tomas o me dejas»?

—Pero, entonces, si él… —Dejó la frase a medias.

—Entonces, si él ¿qué? —preguntó James.

—Si él… resultaba que tenía la barbilla metida o algo así…

James siguió con la mirada fija en Serena.

—¡Ay, yo qué sé! Solo querría saber cómo era mi pareja, eso es lo único que digo.

—Y si hubiera tenido la barbilla hundida le habrías dicho: «Oh, lo siento, parece que al final no podré casarme contigo».

—Yo no he dicho que no fuera a casarme con él; lo que he dicho es que así iría al matrimonio «informada», nada más. Sabría a qué atenerme.

James miró con tristeza la parte posterior del asiento que tenía delante. No hizo ademán de volver a darle la mano.

—Vamos, Jaaaaames —susurró ella con una cantinela.

No hubo respuesta.

—¿James?

Se volvió hacia ella de manera brusca, como si acabase de tomar una decisión.

—Desde que empezamos a organizar este viaje has ido poniendo como pequeños… muros. Marcando límites. No dormir en la misma habitación; que sea un domingo… ¡Cuatro míseras horas hemos estado allí! Hemos invertido más tiempo en viajar que en verlos, ¡o casi! Y no tengo oportunidad de ver a mis padres muy a menudo, ¿sabes? No soy como tú, que vives en la misma ciudad que ellos y prácticamente en el mismo barrio, que te pasas a verlos cada vez que tienes que poner la lavadora.

—¡Oye, no es culpa mía!

Su novio continuó con la perorata como si nada.

—¿Sabes qué pensaba mientras íbamos de camino a Filadelfia?, que una vez que conocieras a mis padres, quizá te animaras a quedarte a dormir. Podríamos coger el tren de primera hora de la mañana y así llegarías a tiempo para la clase, dirías, después de ver que eran simpáticos.

—Ya sabía que serían simpáticos, James. Es solo que me sentía… Y además, ¡no llevaba el cepillo de dientes! ¡Ni el pijama!

James ni siquiera cambió de expresión.

—Bueno, la próxima vez —le prometió tras una pausa.

—Vale —respondió él, y sacó el teléfono del bolsillo para mirar la pantalla.

En ese momento estaban pasando por delante de un tramo de la bahía de Chesapeake: una amplia lámina de agua, de un gris mate incluso a la luz del sol, con inmóviles pájaros solitarios apoyados en postes que sobresalían aquí y allá. La estampa puso melancólica a Serena. Casi le entró añoranza.

En realidad, todo era culpa de su primo. Al toparse con él había notado un sentimiento punzante en el centro del pecho, como una fisura entre las dos partes de su mundo. Por un lado, la madre de James, tan abierta y confiada; por otra parte Nicholas, solo en la estación de ferrocarril. Era como sacar una fuente de cristal de un horno caliente y sumergirla directamente en agua helada: el chasquido al resquebrajarse.

«¿Por qué nunca nos reunimos toda la familia?», había preguntado una vez Serena de niña.

Y su madre le había contestado:

«¿Eh? ¿Reunirnos? Supongo que podríamos, sí. Aunque la reunión no sería muy grande».

«¿Vendrían el tío David y los demás?».

«¿El tío David? Bueno. Supongo».

No percibió nada prometedor en aquella respuesta.

Ay, ¿qué hace que una familia no funcione?

Quizá el tío David fuese adoptado y estuviera furioso porque nadie se lo había contado. O quizá lo hubiesen excluido de un testamento que sí contemplaba a sus dos hermanas. (Incluso de niña, Serena leía muchas novelas). O quizá se les hubiera ido de las manos algún tipo de discusión familiar, de esas en las que se sueltan recriminaciones salvajes que la otra persona no puede olvidar. Esa parecía la explicación más plausible. A veces, con el tiempo, uno ni siquiera recuerda el motivo de la discusión, pero sabe que las cosas cambiarán para siempre.

«Bueno —le había dicho Serena a su madre—, por lo menos la tía Alice sí iría, ¿no?».

«Quizá —había contestado Lily—. Aunque ya conoces a tu tía Alice. Se pasa el día sermoneándome cada vez que nos vemos».

Serena se había dado por vencida.

El caso era que, ahora que se paraba a pensarlo, incluso cuando los Garrett llegaban a reunirse, la cosa no fluía, por decirlo de alguna manera.

Sin moverse, dirigió la mirada hacia James, que leía una pantalla llena de texto. (Tenía una capacidad de lo más extraordinaria para leer libros enteros en el teléfono). Sin darse cuenta, se mordía el labio inferior.

El mejor amigo de Serena en el instituto era un chico que se llamaba Marcellus Avery. No había un sentimiento romántico; era más bien una especie de sociedad de ayuda mutua. Marcellus tenía la piel de un blanco raro y el pelo muy negro, y todo el mundo se reía de su nombre. Y a Serena le sobraban unos cuantos kilos y, por más que se esforzara, no se entendía con las pelotas —ni el béisbol ni el tenis ni el fútbol, nada de nada— en un colegio en el que los deportes eran la insignia. A la hora de comer, se sentaban juntos y hablaban de lo superficiales que eran el resto de sus compañeros de clase, y los fines de semana Marcellus iba a casa de Serena y veían películas extranjeras en la sala de la televisión de sus padres. Sin embargo, una vez, el muchacho había dejado la mano apoyada adrede como si tal cosa junto a la mano de ella en el sofá que compartían y, al ver que ella no apartaba la suya, se había inclinado para acercarse de forma casi imperceptible y le había dado un beso suave y tímido en la mejilla. Serena todavía recordaba el tacto aterciopelado del vello del bigote de Marcellus. Pero no ocurrió nada más. Al momento se apartaron y volvieron a fijar la mirada en el televisor, muy concentrados. Allí acabó la historia.

No obstante, lo gracioso era que más adelante Serena se había dado cuenta de que el chico era guapísimo. La forma de su cabeza era perfecta, como la de una estatua de mármol, y por algún motivo eso siempre le había hecho pensar cuánto debía de quererlo su madre. Se preguntó dónde estaría ahora. Seguramente atrapado en algún matrimonio, pensó: alguna mujer lo bastante lista para reconocer su valía. Y aquí estaba Serena, sentada junto a un chico que no era muy distinto de sus compañeros de instituto.

En lo único que podía pensar era cuánto tiempo faltaba para que el tren llegase a destino y así poder estar sola otra vez.